jueves, 28 de febrero de 2019

Liliana Heker -Cuentos

Hoy me desperté con deseos de leer cuentos de escritoras argentinas.
Busqué directamente en internet
Y lo primero que aparece es Liliana Heker con su último libro de Cuentos reunidos. 
A continuación copio textualmente el prólogo de Samanta Schweblin  y una nota de la autora 

Debajo pongo enlace de fuente: 

Espero los disfruten. 



Fragmento
Prólogo

El primer cuento que leí de Liliana Heker fue para mí un descubrimiento tan importante que recuerdo dónde estaba, cómo cerré el libro para intentar entender por qué me había impactado de esa manera, y cómo volví a abrirlo unos minutos después para releerlo todo desde el principio. “La fiesta ajena”, quizá uno de sus cuentos más antologados y traducidos, fue mi primer acercamiento a su mundo, pero ya estaban ahí todos sus territorios: lo siniestro agazapado en la cotidianidad familiar, la infancia, la fascinación por lo desconocido, por la memoria, por la absurda cordura. Volví a leer la primera línea: “Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono”. Era impresionante todo lo que disparaba esa línea: ¿quién había llegado? ¿Por “mono” había que entender realmente a un mono? Y si era así, ¿por qué había un mono en la cocina y qué tan peligrosa podía ser semejante situación? Entonces no se trataba solamente del efecto de esas palabras sobre el papel, se trataba también de todo lo que Liliana Heker estaba escribiendo en mi cabeza. Seguí leyendo. Con eficientes puntadas de ternura y crueldad la trama ya estaba bordada, y tan pronto como Rosaura cree que al fin ha encontrado su lugar en el mundo, la brutal realidad de las clases sociales la devuelve a su sitio. Una historia inquietante, directa y brutal.


Conocí a Liliana Heker unos meses más tarde. Todos los que hemos pasado por su taller compartimos en algún momento los terrores y las anécdotas de la primera entrevista. Es un encuentro privado que hay que superar antes de unirse al grupo. De todas esas historias, mi preferida es una en la que un aspirante, que además era médico cirujano, le dijo que él desde muy joven había querido escribir una novela y que, ahora que tenía tiempo porque acababa de jubilarse, le parecía un buen momento para empezar. A lo que Liliana contestó “Buenísimo. ¿Y qué te parece si yo, cuando me jubile como escritora, me dedico a la cirugía?”. Cuando cuento esta historia la gente pregunta qué pasó con el cirujano, si logró o no entrar a alguno de los grupos. Pero una de las cosas que aprendí en el taller es que ese es el tipo de preguntas que no vale la pena contestar.

Yo sobreviví a la entrevista, pero recibí mi primera lección cuando me uní finalmente al grupo: atenta a las experiencias que traía de talleres anteriores sabía que la comida y la sociabilización eran importantes, así que para hacer buena letra llevé a ese primer encuentro una fuente de galletitas recién horneadas. Entonces Liliana Heker dijo “Me encantan las galletitas, pero a la hora del mate. En este taller no se come”. A la hora de trabajar, se trabajaba. Pero también era un taller donde, terminado el trabajo, se festejaba con creces —publicaciones, premios, encuentros—, y esos años hubo mucho que festejar.

Menuda pero implacable, durante el taller se sentaba —entre todos los sillones de su living— en la única silla de madera. Era el último lugar que yo hubiera elegido para sentarme, pero ahora creo que en esa simple elección ya había toda una declaración de principios. En su taller no se tomaba el té ni se atendían pasatiempos postergados. Si queríamos aprender, teníamos que arremangarnos. Derecha en su silla decía “Esto no es terapia, acá nadie viene a curarse”. “Si estuviéramos cuerdos no escribiríamos”. Decía “Las ganas de escribir vienen escribiendo”. Decía “¿Que es eso de esperar a que todas las condiciones externas sean ideales? Uno escribe a pesar de lo que pasa y acerca de lo que pasa”.

Ya me iría enterando en el taller, y en la lectura de sus libros, que para Liliana Heker el cuento exige un enorme rigor interno. Que el primer borrador de una historia es sólo un mal necesario y que escribir es también un trabajo de obstinada reescritura. Hay que aprender a reconocer, en el germen de una idea, todo lo que una historia ya está reclamando. Cada elemento debe estar enfocado hacia un único efecto estético: su alcance máximo de sentido, de expresión y de intensidad.

Flannery O’Connor decía que para la gente es muy fácil hablar del mundo de las ideas y de las abstracciones, pero que el mundo del narrador esta hecho de materia. Hablaba también de la “técnica”: que entendida a veces como una formula rígida que se impone a una idea, es en realidad algo orgánico que nace del propio material. Cuando leí “Los juegos”, el primer cuento que Liliana escribió y publicó a sus diecisiete años, pensé en las palabras de O’Connor y me pregunté hasta qué punto un narrador nato ya maneja de manera intuitiva estas ideas. A esa edad Liliana Heker ya era una gran lectora, y ya participaba de la emblemática revista El Grillo de Papel. Sin embargo, era la primera vez que probaba sus fuerzas en el cuento. Y aun así es fácil reconocer cómo esa materialidad y esa técnica de la que hablaba O’Connor ya estaban ahí.

En “Los juegos” la protagonista, que es apenas una nena ofuscada por los mandatos de su madre y los deberes de la niñez, tiene ya una voz única y propia, un ritmo y un tono que suman a la trama otro tipo de revelaciones, quizá más sutiles pero no menos importantes. Ya está ahí la idea de soledad como espacio indiscutido de la escritura, y acá recuerdo a Liliana, que dice: “El vértigo que se siente durante la escritura es el de la libertad absoluta. No hay nada pautado, todos los caminos son posibles y uno está absolutamente solo en sus elecciones. Lo más saludable para un creador es llevarse bien con esa soledad”. También ya hay en “Los juegos” una idea de lo femenino alejada de los convencionalismos y las expectativas sociales; hay simpatía y la curiosidad por los espacios masculinos quizá por el simple hecho de ser, para una nena, también el espacio de lo desconocido. Y en el taller, sentada en su silla, Liliana Heker dice “Lo femenino y lo masculino no son atributos literarios. El sexo de un autor pesa sin duda en sus ficciones, como pesa su origen, su experiencia o su neurosis. Nunca es el único determinante de una escritura”.

Avanzando en la lectura fui descubriendo en sus cuentos más territorios comunes. Uno particularmente fascinante para mí es la serie que atraviesa dos nouvelles —“La crueldad de la vida” y “La muerte de Dios”— y tres cuentos —“Los primeros principios o arte poética”, “Retrato de un genio” y “Berkeley o Mariana del Universo”. Mariana, protagonista de todas estas historias y acompañada muchas veces de su hermana Lucía y de su grupo familiar, es un personaje lúcido e insólito que, a la vez, uno no puede evitar imaginar como un álter ego de la propia Liliana Heker.

Qué inquietante y extraña es —pensando esta serie en un orden cronológico— “Los primeros principios o arte poética”, donde Mariana, a sus cuatro años, hace el ejercicio de intentar rastrear en su memoria “el principio”. Un acercamiento onírico y encriptado de las impresiones de sus recuerdos más lejanos y las primeras ráfagas de la imaginación. “Es muy inquietante saber que hay un león en el comedor de nuestra casa, y que todavía no se ha movido”. Este león reaparecerá muchas veces en la literatura de Liliana Heker, incluso fuera de la serie de cuentos que protagoniza Mariana; por ejemplo en “Las peras del mal” o en “De lo real”. Se oculta detrás de la mesa como una amenaza que fascina mucho más de lo que asusta. Como la literatura, en el hechizo de sus garras hay también una promesa de gran liberación.

Mariana es apenas una nena en “Retrato de un genio”, donde “Si uno consigue no pensar mientras golpea exactamente cien veces la pared con la ventana, el tiempo pasa rápido, muy rápido…”, quizá la misma edad que tiene en “Berkeley o Mariana del Universo”, donde, de la mano de su hermana Lucía, una simple aproximación al idealismo subjetivo de Berkeley la hunde prácticamente en un abismo existencial. La complejidad de idear un personaje tan cercano todavía a la ingenuidad de la niñez, y aun así tan brillante y visceral, le da también una curiosa flexibilidad al verosímil de sus ideas y descubrimientos. En “La muerte de Dios” seguimos a una Mariana preadolescente en su diálogo íntimo con un Dios con el que es posible negociar y conciliar ciertas normas, un juego en el que la protagonista casi parece estar inventándolo. Tanteando sus límites y su lógica, quizá Mariana esté emulando lo que la literatura podría ser para Liliana Heker, una manera de conocer y aprender el mundo: “Uno puede hacer con sus textos lo que no puede hacer en la vida: corregir lo que no se hizo bien de entrada”, dice Liliana Heker, “la creación es esa búsqueda, esa corrección constante sobre lo que uno ha hecho”.

En “La crueldad de la vida” Mariana ya es adulta y enfrenta a través de la vejez y la senilidad de su madre las primeras revelaciones de la muerte. En este cuento en particular, y en otras reflexiones de Mariana, la realidad roza el absurdo y por momentos se hace casi imposible atravesar esas páginas sin sonreír. Hay un humor delicado: no niega la decrepitud y la muerte, que se sostienen siempre como presencias reales e inapelables. La oscuridad es la oscuridad, y no puede lucharse contra ella, pero el humor, como decía Isidoro Blaisten, es la penúltima etapa de la desesperación. Es un humor, el de estos cuentos, en el que no hay resistencia, pero sí la firme decisión de atravesar esa oscuridad en guardia.

En “La sinfonía pastoral”, en cambio, ya no se trata sólo de sonrisas, es un cuento de pura carcajeada que aun así no escapa a la amargura y la desesperanza. Como dicen las últimas líneas de este cuento “…siempre es agradable corroborar que pese a ciertos desniveles, a algunas inquietantes amenazas de zozobra, y dejando de lado, claro está, los desequilibrios de la mente, las enfermedades incurables, la vejez y la gordura, son prácticamente nulas las probabilidades de riesgo que ofrece la vida”. Situaciones aparentemente normales devienen en catástrofes y pesadillas personales, y los bordes entre el realismo, el drama y el absurdo se tocan con sutil eficacia.

“Don Juan de la Casa Blanca” es una pieza extraña, en el mejor de los sentidos. La mujer de un fotógrafo alcohólico, desesperada por entrar en el mundo de él y mantenerse cerca, se entrega a una nueva promesa de sobriedad. El ritmo gira vertiginosamente a la alegría de intuir que la transformación es posible, que es posible el reencuentro, el entendimiento, el dudoso milagro del que los dos parecen desentenderse hasta que, en una nueva ráfaga de la tiranía del alcohol, todo se esfuma. Juntos se hunden en una angustia confusa a la que ella, esta vez, también se rinde. Una salida a un Buenos Aires de restaurantes y bares entre la tarde y la noche, un juego cruel que oscila de lo luminoso a lo oscuro y viceversa. Así se revelan las dos caras de estos personajes que, incapaces de reencontrarse en la vida que hubieran querido, se entregan a la penumbra de lo que queda.

La visión de Liliana Heker sobre la memoria como algo vital implica que el pasado está continuamente pensado sobre el presente y es capaz de modificarlo. En su león detrás de la mesa del comedor, en recuerdos de la infancia que parecen pesar todavía sobre el presente de muchos personajes, en el intento de Vica por recuperar parte del pasado en “De la voluntad y sus tribulaciones”, en la triste trampa de “El pequeño tesoro de cada cual”, en el terrorífico descubrimiento de “Maniobras contra el sueño” y a lo largo de casi toda la serie de Mariana, la memoria es un espacio en permanente construcción, “la memoria” dice Liliana Heker “se construye casi como una novela”.

Hay vida y muerte en estos cuentos, una firme lucha de fuerzas. Por un lado el fracaso, la incomprensión, la soledad y la muerte; por otro lado la obstinada necesidad de empuje de sus personajes que, llenos de energía y de convicciones, van siempre un paso delante y exigen del lector un constante estado de alerta. Pero la recompensa es grande, y en esa travesía por la genialidad de la niñez, los tormentosos entramados familiares y la entrega de algunos amores, estos cuentos ofrecen a cambio la revelación de que, a pesar de todo, se puede ser feliz.

Es indudable que Liliana Heker es una figura fundamental para la literatura argentina, por sus novelas y ensayos, por estos magníficos cuentos que tienen ahora ustedes entre manos, por sus opiniones siempre lúcidas y sinceras; por la tenacidad de haber llevado adelante, incluso en los años más oscuros, la codirección de revistas que han sido emblemáticas para toda Latinoamérica, como El Escarabajo de Oro, y El Ornitorrinco; por la generosa labor que sigue haciendo cada semana en sus talleres, del que han salido ya muchos y buenos escritores. Pero para mí éste no puede dejar de ser un prólogo personal. Porque además de todo lo dicho, Liliana Heker ha sido mi gran maestra. Su talento, su franqueza y su vitalidad me marcaron para siempre, y lo que estuve preguntándome estos días mientras releía sus cuentos y pensaba en estas páginas, puede reducirse finalmente a dos preguntas ¿Por qué leo sus cuentos con tanto fervor? ¿Y qué es eso tan difícil de explicar, pero tan preciado, que Liliana Heker me enseñó, y cambió para siempre mi manera de sentir la literatura? Me alegra haber enfrentado la terrible responsabilidad de escribir este prólogo, porque ahora son preguntas que puedo contestar. Hay algo más, además de todo lo dicho, que atraviesa su literatura y su manera de mirar el mundo. Hay luz en sus personajes más oscuros. En las situaciones más terribles, late siempre la posibilidad de una salida. Hay energía en su estilo, en el ritmo con el que muchas veces el narrador y el personaje avanzan a la par. La soledad, la incomunicación, el desencuentro son escenario corriente, pero siempre se persigue el anhelo de la felicidad. Lo que hay en los cuentos de Liliana, lo que la sacude en su silla cada vez que tiene algo para decir, es una vitalidad feroz y envidiable. La energía de los que creen en el trabajo, en la vida, y en la literatura.

Samanta Schweblin



Nota de la autora
Escribí mi primer cuento, “Los juegos”, en junio de 1960, y terminé el más reciente, “Giro en el aire”, hace una semana. Entre uno y otro, creo que no hubo un solo día en que de algún modo no estuviera persiguiendo —a veces infructuosamente— la escritura de un cuento. Todos los que publiqué en libros, más seis inéditos que escribí en los últimos tiempos, son los que constituyen este volumen.

No quise que siguieran un orden cronológico. Eso, de alguna manera, los cristalizaría como hechos consumados, asignables, cada uno, a una etapa de mi vida. Los cuentos son cuentos, no datos biográficos. Por eso preferí agruparlos según ciertas recurrencias o roces tangenciales y construir con todos ellos una nueva totalidad. Transitoria, como todas las totalidades. Totalidad hasta acá. No sé cuántos de los proyectos o de los apuntes incompletos que fui dejando en el camino voy a concretar; tampoco sé qué ocurrencias o terrores futuros van a devenir en cuentos que hoy ni siquiera concibo. La escritura de ficciones es una aventura, un trabajo de búsqueda cuyo éxito no está garantizado —el trabajo, por otra parte, que más me gusta.

Por las dudas, preferí para el título de este libro el adjetivo “reunidos”, y no “completos”. No tengo el menor interés en completarme. Incluso —creo— no estaría del todo mal que, si algún día siento que la muerte me pisa los talones, algo en lo novedoso de la circunstancia me lleve a pensar: acá hay una idea buenísima para un cuento. Constituiría una prueba bastante confiable de que sigo viva.

19 de mayo de 2016

La fiesta ajena

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.

—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.

—Los ricos también se van al cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.

—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.

—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa—. Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.

Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

—Callate —gritó—. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.

—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.

La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.

—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.

—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.

Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.

La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:

—Qué linda estás hoy, Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.

—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:

—¿Y vos quién sos?

—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.

—No —dijo la del moño—, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.

—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.

—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.

—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura, muy seria.

La del moño se encogió de hombros.

—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?

—No.

—¿Y entonces de dónde la conocés? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.

Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:

—Soy la hija de la empleada —dijo.

Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.

—Qué empleada —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?

—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.

—¿Y entonces cómo es empleada? —dijo la del moño.

Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.

—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.

Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.

La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.

—¿Al chico? —gritaron todos.

—¡Al mono! —gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.

El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.

—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.

—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.

El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.

—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.

Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.

—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.

No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:

—Muchas gracias, señorita condesa.

Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.

—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.

Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.

Su madre le dio un coscorrón y le dijo:

—Mírenla a la condesa.

Pero se veía que también estaba contenta.

Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.

Ahí la madre pareció preocupada.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.

—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:

—Yo fui la mejor de la fiesta.

Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa.

Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.

Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:

—Qué hija que se mandó, Herminia.

Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.

Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.

En su mano aparecieron dos billetes.

—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.

La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

El visitante
A Marcela Furlani,

a Julio Rudman

¿Podían encontrarse?, le dijo por teléfono Willy Campana: tenía un asunto que charlar con ella. Y Ema, tragándose las ganas de preguntarle qué lo había llevado a querer verla después de tantos años, le dijo que sí, que por qué no se venía hoy mismo a eso de las cinco, ¿tenía la dirección de su casa? Así de fácil. Percibió que una nueva vida empezaba para ella.

Compró whisky, una cubetera, sábanas bicolores, preparó un termo con café, puso hielo en la cubetera y tendió las sábanas flamantes en la amplia cama de su padre. Se bañó larga, placenteramente, acunada por esta nueva certeza de que Willy Campana no la había olvidado. Por el momento, la posibilidad de que no la hubiese perdonado la inquietaba poco: inmersa en la sensación de que la vida es una aventura y cada hecho imprevisto abre un camino a seguir, confiaba en que, sentada frente a él, whisky mediante, no le iba a resultar difícil explicarle por qué un buen día había decidido no verlo más.

Imaginó la escena y no pudo evitar ver su casa como dentro de un rato la vería Willy Campana, quien nunca, en los meses en que ¿fueron novios?, ¿podía decirse realmente que habían sido novios?, en los meses en que furiosamente, en hoteles de mala muerte, de pie contra paredones, en cualquier descampado, hicieron el amor, nunca en esos meses había podido (ella no lo había dejado) acercarse siquiera a la esquina de su casa. Y ahora que por fin iba a entrar, no quería que la viese como era en la actualidad, decrépita y sombría. No porque le importara lo que podía pensar de la casa misma: lo que no quería era que la imaginara a ella viviendo todos estos años en un lugar así.

El patio, ahí estaba la solución: con unos lindos almohadones sería el lugar justo para la charla. A la disparada tomó un taxi (esa tarde estaba imparable) y media hora después volvía trayendo el paquetón. Con esmero, acomodó los almohadones en los sillones de hierro. Se alejó para apreciar el efecto: una llamarada de alegría. ¡De plástico y anaranjados!, habría rugido su padre, y quién sabe si no los habría quemado como le quemó el long play de los Bee Gees. Pero estaba bien muerto y, a partir de ahora, la casa iba a ser lo que ella quisiese que fuera. El cielo estaba un poco encapotado pero no creía que fuera a llover en la próxima hora. Y después, Dios diría. Una ráfaga de jovialidad la sacudió de pies a cabeza. Pasemos al patio, le iba a decir; adentro todo es demasiado… Se detuvo: no encontraba la palabra. ¡Vetusto, ahí estaba! Adentro todo es demasiado vetusto, así le diría. Él seguramente se iba a reír, siempre le había hecho gracia el vocabulario que ella usaba. No me hablés en difícil, solía decirle, yo soy un pibe de barrio. Eso la ponía frenética, cómo cambia una con los años, ahora la enternecía acordárselo, esa cara de loco y las palmas hacia adelante como quien trata de frenar una avalancha, ¿seguiría teniendo rulos? Capaz que se está quedando pelado, pensó con cierto humor. En ese momento sonó el timbre.

Pelado no estaba pero tenía el pelo más bien corto así que rulos no se le veían. Simpático seguía siendo o, al menos, muy amable. La palabra “vetusto” no pareció haberle hecho alguna gracia. “No, por favor”, dijo, muy serio; “no me importa para nada que la casa esté desarreglada”, pero Ema, por supuesto, insistió en que pasaran al patio. Whisky no había aceptado, sólo un café, dijo; tenía que irse enseguida. Ella igual había dejado la botella, el hielo y los dos vasos sobre la mesa ratona. Por si después me querés acompañar, dijo. Hablaron vaguedades: el trabajo de él, la profesión de ella, los hijos que él tenía —dos adolescentes ya, parece mentira—; sobre la esposa hizo apenas una referencia vaga, ¿estaría separándose?, aunque no había tenido la precaución de sacarse el anillo. Mejor así, las cosas claras de entrada, ella tampoco quería compromisos prematuros. “La vida te va llevando”, se encontró diciéndole en determinado momento, “y de pronto te das cuenta de que no hiciste otra cosa que quedarte en el mismo lugar”. No era ése el rumbo que se había propuesto tomar; quería mostrarse mundana, independiente, una mujer que hace lo que quiere, cuando quiere. Debía ser más cautelosa con el whisky, el problema era que él no ayudaba demasiado. Hablaba poco y ahora parecía algo nervioso o, tal vez, impaciente. Ema trataba de descubrir en esa cara a la del muchacho que, sólo para demostrarle cuánto la amaba, se había tirado al río desde la costanera. “Estás loco, ¿por qué hiciste eso?”, le había gritado ella cuando él salió, chorreando por los cuatro costados. “Para que veas lo que soy capaz de hacer por vos”. Ella pensó en Hamlet y en el modo raro en que podían coincidir el genio mayor de la literatura y un semianalfabeto como él. No se lo dijo, por supuesto; no creía que a él le pudiera interesar este tipo de superposiciones. Cosas como ésa, y no sólo los principios de su padre, la habían separado de él. No se puede vivir con alguien con quien ni siquiera se puede compartir a Shakespeare, así pensaba en ese tiempo. Ahora en cambio estaba convencida de que la copa de la vida hay que bebérsela como viene.

—¿Por qué me mirás de esa manera? —dijo él; se lo veía incómodo.

—¿Te miro de alguna manera especial? —Ema se rió—. La verdad, ni me di cuenta. ¿Más café?

—No, gracias, me tengo que ir enseguida —miró el cielo—. Además va a llover.

Ella volvió a reírse.

—Y eso qué tiene que ver —dijo—. Por favor, Willy, no seas incongruente.

Él se encogió de hombros.

—Soy como soy —dijo.

—¡Claro que sí! —tuvo la impresión de que había hablado con exagerado entusiasmo; se esforzó por bajar el tono—, si eso era justamente lo que quería decirte, que a mí me gusta, que a mí siempre me gustó cómo eras, sólo que… Te pusiste colorado, qué increíble, igual que antes. Recién ahora te veo igual a como eras antes. Te ponías colorado por cualquier cosa. A mí eso me daba una ternura tremenda, ¿sabías?

Con sequedad, él dijo:

—No, la verdad, no sabía —miró el reloj—. Tengo que irme.

—Era demasiado contenida, ¿no es cierto? Ése era mi problema, me costaba mucho expresar mis sentimientos. O tal vez estaba convencida de que yo… Supongo que mi padre tuvo bastante que ver con eso, eso de creer que yo… que él y yo debíamos ser… Papá murió, ¿te lo dije?

—Sí —pareció recapacitar—. No.

—¿Sí o no? —dijo Ema con irritación—. Perdón, el tono me salió demasiado examinador, ¿no es cierto? Siempre me decías que yo no te hacía preguntas: te tomaba examen.

Él se mordió apenas el labio superior.

—Da lo mismo —dijo—. Lo que pasa es que no me lo dijiste pero igual lo sabía. Lo leí en las necrológicas.

—¡No me digas que leés las necrológicas!

—Gajes del oficio —dijo él—. Escuchame.

—Gajes del oficio —repitió ella; por un momento pareció perdida, como olvidada de dónde estaba; se sacudió el pelo de la cara con cierta brusquedad—. Claro —dijo—, si debés pasarte el día entero leyendo avisos. Pero te decía, siempre me costó un montón expresar mis sentimientos. Una cuestión de orgullo. De falso orgullo, bah, algo que, para mi desgracia, me inculcó mi padre desde que era chica. Vos sabés la idea que él tenía sobre la “gente superior”, como él la llamaba. Bah, no sé si lo sabés pero era así. Él creía que el mundo entero se tenía que rendir ante nuestra, que sé yo, ¿frondosa cultura, digamos?, así que si un día yo me dignaba a formar pareja tendría que venir, no sé, por lo menos Ortega y Gasset resucitado a pedir mi mano. Nadie por debajo, ¿entendés ahora?

—Creo que no deberías seguir tomando —dijo él.

—Dejame, si recién estoy llegando al meollo de la cuestión. Quiero decir que era como si yo irradiara, entendés, eso creía mi padre de mí, o eso es lo que siempre creí que él creía. Que yo irradiaba y entonces el hombre más genial de la Tierra se tenía que dar cuenta y caer a mis pies. Pero no era así. Nadie viene a buscarte. Una vez, esto nunca se lo conté a nadie, es mi secreto, una vez, cuando tenía treinta años y me sentía más sola que un perro, creí que sí, que por fin había encontrado al hombre indicado. Nos conocimos en una revista —se rió—: yo estaba en la página central y él en la contratapa, ¿qué te parece? El principio de un cuento de amor, ¿no? Pero es de verdad. Una de esas revistas culturales que salían por aquellos años. La Colmena creo que se llamaba, algo así. Bueno, me habían hecho una entrevista por el libro que había sacado —lo miró—. Saqué un libro, ¿sabés? —se encogió de hombros—. Bah, casi nadie sabe. De poemas, pagado por mi papá. No pasó nada. Pero la cosa es que en La Colmena me hicieron una entrevista. Con foto, una foto grande, entre unos árboles. Pasaba la luz entre las hojas de los árboles y me daba en la cara y en el pelo. Una linda foto. Me gusté esa vez. La foto y lo que dije. Me gustaron. Estaba contenta. Y encima, cuando voy hojeando la revista y llego a la contratapa, zas, me encuentro con la foto de él. Medio en las sombras y con el bandoneón. No te voy a contar quién es porque él sí, ahora, es conocido. ¿Sabés lo que es el amor a primera vista? Bueno, eso es lo que yo sentí cuando vi la foto. Y ni te cuento cuando leí la entrevista. Hablaba de Bach, hablaba de Haendel, hablaba de De Caro. Yo estaba de acuerdo con todo lo que decía. Y podía jurar que a él, cuando viera mi foto y leyera mis palabras, le iba a pasar lo mismo conmigo. Fue como una explosión de alegría. Iba por la calle y volaba. Todo el tiempo imaginándolo a él leyéndome y después buscando por cielo y tierra mi teléfono para llamarme. Así viví durante un mes: esperando su llamada. Hasta le di a leer la entrevista a mi padre, como quien no quiere la cosa. Por las dudas; para que lo admirara antes de que hubiera algo entre nosotros. Pero no me llamaba. Pasaba el tiempo y no me llamaba. Pensé que seguramente era tímido, que le costaba tanto como a mí dar el primer paso, que creería que a lo mejor yo… vaya a saber. Así que un buen día me decidí. Si la montaña no iba a Mahoma… ¿no te parece? Averigüé dónde actuaba, un boliche de morondanga en Palermo Viejo, antes de que Palermo Viejo fuera esto que es ahora. Sabía los días, sabía la hora, sabía todo. Me arreglé como una novia. ¿Sabés cómo me palpitaba el corazón delante del espejo? Y después, cuando iba para allá… creí que me iba a saltar el pecho. ¿Te imaginás la violencia que se tiene que hacer una mujer como yo para dar un primer paso como ése? Tenía todo planeado. Llegar media hora antes de la función y, a quien me recibiera, decirle quién era yo y darle mi libro. La del sol en la cara. Así pensé yo que iba a pensar él cuando le dijeran mi nombre. Tuve que golpear porque todavía estaba cerrado. Me atendió un muchacho, no me quería dejar pasar pero yo insistí tanto que lo desconcerté. Decile quién soy, le repetía, él ya va a entender. Estaba como loca. Al fin me hizo pasar, y después fue a avisarle. Él estaba sobre el escenario haciendo la prueba de sonido. Yo le vi la cara, entendés, yo le vi la cara cuando el otro le dijo mi nombre, cara de quien está queriendo decir (o tal vez lo dijo) ¿y esta loca de dónde salió? Ya no podía salir corriendo. Así que hice todo hasta el final, como quien se impone un castigo. Esperé a que él viniera y le di mi libro. Me lo agradeció con mucha cortesía. Después se fue. Y yo sigo acá, esperando todavía a mi príncipe azul.

Él la miraba con cierto aire de incredulidad. Parecía que le costaba hablar.

—No te calentés —dijo por fin, en voz baja—, no soy yo —se rió apenas—. Nunca hubiese conseguido deslumbrar a tu padre.

—¡Pero él está muerto!, ¿no te lo dije ya? Se murió hace justo una semana —hizo un gesto burlón—. Todavía estoy de luto riguroso.

—No me parece cómico —dijo él—. Siempre quisiste mucho a tu padre.

—¿Eso creías? No sé, yo no estoy tan segura. Lo admiraba, eso puede ser. De chica, sobre todo, sabía tantas cosas. Y tenía sus principios, o no sé si llamarlos principios, una idea muy categórica sobre lo que, según él, estaba bien, y lo que estaba mal. Eso impresiona cuando una es chica, ¿no? Pero después… Un día, una compañera me prestó una novela de esas del corazón, ¿sabés lo que hizo cuando me la encontró?

—¡La quemó!

Ema lo miró con expresión extraña.

—¿Quemarla? No, no, ¿por qué se te ocurrió semejante cosa?

—Vos me lo contaste.

—¿Yo? Vos estás loco. Yo nunca te pude haber contado eso por la sencilla razón de que nunca ocurrió. Mi padre nunca habría quemado algo que pertenecía a otra persona.

—Estoy seguro, es decir, estoy seguro de que me contaste que algo te quemó. Estábamos… bueno, no importa dónde estábamos. La cuestión es que habías tomado mucho whisky y te daba furia no poder decirle que estabas conmigo. Tener que volver temprano, creo que era eso lo que te daba furia. No animarte a decirle la verdad y entonces tener que volver temprano, algo así. Hablaste mucho esa vez, me acuerdo bien. De tu padre y de todas las cosas que no hacías por temor a ser juzgada por él, y de la opinión que él tenía sobre mí y sobre toda la gente y todas las cosas que eran como yo. Shit. Así me dijiste que nos llamaba, me acuerdo la risa que me dio. Yo no tenía ni la más pálida idea de lo que era shit.

—Me acuerdo, sí. De tu cara cuando me preguntaste: ¿Qué mierda es eso de shit? Yo no podía parar de reírme. Me reía tanto que ni te podía contestar. Mierda, mierda, decía yo mientras me reía. Y vos, ¿pero qué quiere decir? Y yo: Mierda, tarado, lo que shit quiere decir es mierda. Creo que nunca me reí tanto.

—Sí, seguro, estabas un poco sacada ese día. Creo que fue después de eso que… Pero qué importa ahora toda esta historia.

—Importa, claro que importa. Yo te amaba, Willy. Y vos también me. No me digas que no, ¿te acordás esa tarde en que te tiraste al río?

—Fue hace casi treinta años, Ema. No vale la pena que volvamos sobre eso. Mirá, están cayendo las primeras gotas. Mejor me voy antes de que se largue del todo.

—Qué importa el tiempo. Estamos acá, y estamos vivos. ¿Por qué no vamos a poder…?

Él hizo, con la mano, el gesto de apaciguarla.

—Ema —dijo—, no tiene sentido todo esto. Se terminó, y bien terminado.

—Yo lo terminé, eso querés decir. Es cierto, sí: yo lo terminé. Pero fue por mi padre, es lo que trato de explicarte. No me animaba a hacer algo que.

—Por favor, dejá tranquilo a tu padre. Hizo lo que pudo con su vida, como todos nosotros —se puso de pie—. Y quería lo mejor para vos, seguro. Mejor me voy ya, cada vez llueve más fuerte.

—Podemos pasar adentro, total…

—Te digo que no —dijo él con brusquedad. Se calmó—. De verdad se me va a hacer tarde —y fue enfilando hacia la puerta.

Ema lo siguió, sin ganas.

—Algo querías charlar conmigo —iba diciendo—. Me parece que yo hablé tanto que, al final…

—No tenía ninguna importancia, te juro.

Ahora estaban ante la puerta.

—Quedate, por favor —dijo Ema—. Es sólo una lluvia pasajera.

—No es la lluvia, en serio. Tengo que trabajar.

—No me pongas pretextos tontos. Nadie trabaja los sábados.

—Los inmobiliarios sí. También los sábados.

—Cierto, sí, es un buen día para ver casas —se quedó un momento en silencio; después se rió; de pronto le parecía haber entendido algo. O se dio cuenta de que hacía rato debió haberlo entendido—. Gajes del oficio —dijo en voz muy baja.

—Qué se le va a hacer —dijo él—. Hay que ganarse el puchero de alguna manera.

Ganarse el puchero, pensó ella, y recién entonces se animó a verlo casi sin miedo, la cabeza inclinada sobre el diario ¿buscando tal vez el llamado de la suerte? y la alegría, o la esperanza, cuando encontró el nombre, a la hija de este tipo la conozco, tenían una casa grande, a lo mejor…

Abrió la puerta de calle.

—Gracias por la piedad —le dijo cuando él estuvo afuera.

—¿Piedad? No, ¿por qué? Fue lindo verte. De verdad —le tocó la cara—. Yo también te quise —le dijo, como una ofrenda.

Y se fue.

Ella cerró la puerta con suavidad y caminó hacia el patio. Ya casi no llovía. Iluminados por el agua reciente, los almohadones naranja resplandecían como una llamarada de alegría. Pensó que era una suerte que fueran de plástico. Y también pensó que, de cualquier manera, la vida, como siempre, recién empezaba.

Ahora
Tal vez sería mejor que me fuera por un rato, acá voy a acabar por ponerme nervioso. Mamá y Adelaida no hacen más que llorar en la pieza donde duerme Juan Luis (como si esto pudiera hacerle algún bien a mi hermano) y a papá da pena verlo; recién me asomé al living y sigue parado frente a la ventana, vigilando la esquina. Se le va a notar en la cara cuando doble la ambulancia.

Es curioso que haya escrito ambulancia: en el mismo instante en que lo escribía me los figuré llegando en auto. Sería peor en auto, no sé por qué. Sí, sé por qué. No puedo borrarme la idea de que Juan Luis va a gritar como gritaba Blanche en Un tranvía llamado deseo. Y a Blanche la vinieron a buscar en auto.

Le dije a papá que pensaba salir a dar una vuelta pero no pareció gustarle mucho la idea. Es natural: Juan Luis puede despertarse en cualquier momento y si anda como anoche papá no va a poder manejarlo solo (con mamá y Adelaida ya se sabe que no se puede contar). Me pregunto hasta cuándo va a durar esta pesadilla. Pero no, no hay que dejarse ganar por la angustia. Habrá que intentar una nueva vida ahora que se lo llevan a Juan Luis, casi nos estábamos transformando en maniáticos nosotros también. Me parece que hiciera siglos que no siento el sol sobre la piel.

Mudarnos, eso será lo primero. Hace un rato traté de hacérselo entender a Adelaida, pero me miró un poco horrorizada. Nuestra infancia, la comprendo: cuesta desprenderse de los lugares. Las siestas en esta pieza, los domingos, cuando esta pieza era el comedor diario: ella, Aleta y la Reina Ginebra; yo, el Mago Merlín; Juan Luis, el Príncipe Valiente. La grieta de allá me servía para templar la Espada Cantora. Y en verano corríamos bajo el sol hasta que nos dolía la cabeza. Pero es eso justamente lo que hay que evitar: el sentimentalismo. Acá todo está como contaminado de Juan Luis. Lleno de su recuerdo, quiero decir. Si seguimos en esta casa nunca podremos reponernos. Cada mañana, cuando mamá riegue las azaleas, va a decir lo que dice siempre: “Pensar que este cantero me lo hizo hacer Juan Luis cuando vendió su primer cuadro, pobre hijo”. Y si alguno señala las telarañas en la pileta del patio Adelaida va a contar: “En esta pileta, Sebastián lo quiso bañar a Juan Luis cuando Juan Luis tenía tres años”. Y la va a mirar a mamá, y las dos se van a poner a llorar. Ayer mismo, a la tarde, mamá estaba buscando no sé qué radiografía y encontró la foto que le sacaron cuando ganó el concurso de dibujo. “¿Te acordás?”, dijo; “qué lindo era; apareció en el escenario y todos aplaudieron. ¿Te acordás lo orgullosa que estaba yo?”. Apretó la foto contra su corazón. “¿Cuántos años tenía?”, dijo; “¿diez?”. “No, once”, dijo Adelaida; “¿no te acordás de que Sebastián estrenaba los largos ese día?”. Mamá suspiró y adiviné que estaba llorando. “Qué felices hubiéramos podido ser”, dijo. Después oyó un ruido y miró hacia la puerta. Cuando vio que yo la estaba observando se secó rápido los ojos con el dorso de la mano, no le gusta que la vean llorar. Me senté a su lado para tranquilizarla pero ella empezó a acariciarme la cabeza como una tonta y a murmurar hijito querido. Está muy nerviosa, pobre mamá, y al fin consiguió que yo también me pusiera nervioso. O no sé; tal vez el haber vivido tanto tiempo en tensión. El contacto de la mano tiene que haber actuado como catalizador. Me sentí como otra vez —no debía tener más de cuatro años porque Juan Luis todavía dormía en la cuna, en el dormitorio con mamá y papá—, yo acababa de soñar (o me estaba imaginando) perros. Nada más que eso. Una pavorosa cantidad de perros negros y peludos, perros feos, en montón, arrancándose las orejas a dentelladas. No me animaba a gritar por temor a que, en la otra pieza, se despertara mi hermanito. Recuerdo que esa noche escuché, por primera vez, los latidos de mi corazón. Estaba por llevarme las manos a los oídos y entonces la oí. ¿Te pasa algo, hijito?, oí sobre mi cabeza. Ella me acariciaba la frente y se sentó en mi cama. Y fue como si toda la paz del mundo se sentara en mi cama, con ella.

Bien, supongo que este tipo de vivencias quedan fijadas en el subconsciente; basta el estímulo adecuado para que afloren. De cualquier modo fue una picardía, aflojar justo cuando más hacía falta mantener la calma. Apenas abrí los ojos y le vi la cara a mamá me arrepentí de la agachada. No hay nada que hacerle, por algún lado siempre se explota. Pienso que habríamos terminado por neurotizarnos si papá no cortaba por lo sano.

Papá entró, justo cuando lo nombraba. Mejor dicho, asomó la cabeza por la puerta, me vio escribiendo, y volvió a salir sin decir una palabra. Es increíble hasta qué punto la gente, en una situación límite, puede perder la conciencia de sus propios actos; papá debe pensar que esto que ha hecho es lo más normal del mundo. Pero no debo burlarme de él, al fin y al cabo le tocó la peor parte en este asunto. Llamar a la clínica no debe haber sido nada fácil. Yo mismo, no sé si me habría animado. La forma en que lo hizo, sobre todo: confieso que me maravilló su sangre fría. Anoche intentó matar al hermano, lo oí perfectamente. No sé, supongo que era la manera más directa de dar a entender la gravedad del caso pero igual sonaba feroz. Juro que me electricé en la cama.

No; la peor parte aún no ha ocurrido. Habrá que hablar con los médicos, quiero decir. Querrán saber cuándo le notamos los primeros síntomas, cómo fue su relación conmigo, qué lo pudo haber llevado a hacer lo que hizo. Y bien, ¿por qué voy a tener que ser justamente yo el que dé las explicaciones? Por dos razones. Primero: porque tengo que evitarles a papá y a mamá (y también a Adelaida) la violencia de hablar de esto. Segundo: porque no veo que puedan aportar gran cosa, han simulado durante tanto tiempo que todo lo que Juan Luis hacía era normal. Un modo de la neurosis, naturalmente. O un modo de la salvación. (Sabían, sin embargo. Recuerdo un incidente más que significativo. Estábamos los cinco cenando. En la radio, acababa de terminar un programa musical. El locutor, ahora, estaba leyendo El Horla. Por la parte en que se empieza a notar cuál es la enfermedad que padece el protagonista Adelaida se levantó y apagó la radio. Un gesto silencioso pero cargado de sentido. Yo esperé que papá o mamá hicieran algo, dijeran alguna cosa que correspondiese a un padre o una madre cuya hija acaba de interrumpir, sin consultarlos, la transmisión de un cuento que todos estaban escuchando. Nada de eso. El silencio que siguió fue tan denso que, durante unos segundos, temí que Juan Luis se levantara y le tirara a alguien la radio por la cabeza.)

Pero ni de chico era normal. Brillante sí, pero no normal. Es eso lo que me preocupa, acabo de darme cuenta. Cómo se lo explico a los médicos, eso. Me preguntarán: ¿Y por qué nunca dijo nada sobre esas miradas? Les diré: No siempre me miraba así, doctor, yo creía que era porque me tenía rabia. Me preguntarán: ¿Por qué nunca avisó que gritaba de noche? Les diré: Éramos chicos, doctor, usted sabe cómo son esas cosas: tenía miedo que le pegaran (ahí mamá va a saltar con que ella nunca le levantó la mano a ninguno de sus hijos; no, tengo que poner mucho cuidado en no decir eso, así me evito complicaciones). Van a preguntar: ¿Y cómo los otros no notaron nada? Ése será el punto más difícil de explicar. Podré decir: Usted sabe cómo se comportan los padres en general con el hijo menor, y más uno como Juan Luis, un chico aparentemente perfecto, doctor, de ésos que se llevan el premio a fin de año. O si no: Usted es psiquiatra, doctor; no le tengo que explicar justamente a usted hasta qué punto se puede defender una familia burguesa contra lo anormal. No, no podré decirlo. No voy a tener valor para destruirle a mamá la imagen que guarda. Por otra parte, mejor que ni nombre la infancia, no sea cosa que me hagan responsable de la enfermedad de Juan Luis. Ya se sabe cómo son los psiquiatras: a todo le dan un significado. Voy a decir lo que todos piensan: que la primera manifestación se produjo en lo de Baldi. Eso, nadie me lo podrá desmentir porque aquella vez fuimos los cinco.

Estábamos en el jardín, eso lo recuerdo perfectamente porque yo advertí los reflejos colorados en la cara de la señora de Baldi (que la hacían parecer todavía más gorda de lo que en realidad es) y pensé que el crepúsculo es una hora particularmente irritante. Se estaba hablando de algo así como un médico homeópata. A mí, ya se sabe que me enfurecen estas conversaciones sin ton ni son, de modo que hice lo que suelo hacer en estos casos: no escuchar. Es sencillo: una simple cuestión de perspectiva. Quiero decir que si uno toma conciencia de que desde un duodécimo piso se abarca un radio mucho mayor que desde el nivel del mar, está en condiciones de comprender que es posible achicar el radio de percepción hasta la zona contenida dentro de nuestra propia piel. Sólo que esta vez, cuando volví de mi aislamiento, tuve la impresión (al principio no fue más que una impresión, algo que se percibía en el aire más que otra cosa) de que la gente del jardín se sentía molesta. Miré a mi alrededor pero ahora me doy cuenta de que ya antes de mirar yo sabía lo que estaba ocurriendo. Era la voz de Juan Luis, y posiblemente había sido eso lo que me sacó de mi ensimismamiento. No; no era el mero hecho de que hablara sino la manera en que lo hacía. Sin interrupción, y con una voz estridente que erizaba la piel. Noté que algunos me miraban, como suplicando. Mamá y papá no; Adelaida tampoco: lo contemplaban a Juan Luis como si nada raro estuviera ocurriendo. Actitud que no fue la última vez que tuve oportunidad de observar y a la que contribuí piadosamente (cada vez que Juan Luis llevaba a cabo alguna de sus rarezas yo contaba algo o hacía algún movimiento llamativo, cosa de llevar la atención hacia mí). La misma tarde del jardín inicié este ritual cariñoso aunque (debo confesarlo) totalmente ineficaz en cuanto a sus últimas consecuencias. Lo primero que hice fue tirar una jarra con sangría de modo que el alboroto obligara a Juan Luis a callarse. Después me las arreglé para centrar la atención. Hablé de mecánica, de espiritismo, de todas esas pavadas que suelen fascinar a la gente. Estoy seguro de que esa vez conseguí neutralizar a mi hermano.

Pero no quiero que se le dé a mi comportamiento más importancia de la que en realidad tiene. El mal ya se había manifestado y aunque tratábamos de no hablar del asunto nuestra conducta cambió. Cada día, cuando se aproximaba la hora del regreso de Juan Luis, empezábamos a hablar a gritos, a indignarnos por cualquier nimiedad, a dar golpes sin sentido. Mamá, como era de esperar, fue la más afectada. Desarrolló una especie de defensa histérica: cada vez que se encontraba con un ser humano comenzaba a hablar de Juan Luis: que sus cuadros, que su novia, que lo lindo que era. En fin, no quiero aparecer como hipersensible pero muchas veces llegué a pensar que invitaba gente nada más que para hablarles de mi hermano. No creo que lo haya hecho conscientemente (imposible atribuirle a mamá una actitud maquiavélica), pero no hay duda de que invitaba gente nada más que para hablarles de mi hermano. Yo me daba cuenta de lo ridículo que esto debía resultar a nuestros invitados pero no podía hacer nada. Al principio sí, trataba de atemperar, como podía, sus ditirambos, pero esto parecía ponerla aún más nerviosa, de modo que al fin opté por el más absoluto mutismo cuando venían visitas. (Felizmente ahora se les ha acabado la manía de las visitas.)

Sin embargo no podía quedarme con los brazos cruzados. No sólo por mi familia (cada día estaban más apesadumbrados) sino por algo peor: María Laura. No sé, muchas veces me he preguntado qué cosa rara es el amor. Desde un punto de vista lógico no hay ninguna razón para que una muchacha como María Laura (la corporización misma de la alegría de vivir) se sienta atraída por un enfermo. Y sin embargo ahí estaba ella, sin notar nada, viviendo en el mejor de los mundos.

Nomás intenté sugerirle algo me di cuenta de que nunca la convencería de la verdad. Por lo tanto tomé la mejor resolución (al menos al principio pensé que era la mejor): ir a ver al padre de María Laura. Ojalá nunca lo hubiera hecho. El hombre me recibió muy bien, incluso me escuchó con atención y prometió hacer todo lo que yo le pedía, pero después no sé, no sé qué pudo ocurrirle. María Laura tal vez: nunca me quiso esa chica. Lo cierto es que el hombre no sólo permitió que Juan Luis siguiera saliendo con su hija sino que cometió algo más descabellado: le mencionó a Juan Luis mi visita. No; no son ideas mías. Ya sé que parece un disparate que una persona seria ponga en manos de un insano un arma tan peligrosa, pero fue así. Esa misma noche, apenas Juan Luis llegó, supe qué había ocurrido. Por su manera de mirarme lo supe. Como si quisiera apoderarse de mi voluntad. Estuvo un largo rato así, observándome, y al fin sacudió la cabeza. Ignoro qué quería significar con ese gesto pero me corrió un sudor frío. Sentí que nunca más en mi vida tendría un minuto de paz. ¿Que exageraba? De ninguna manera. A partir de ese día comenzó a perseguirme. Sus miradas, sobre todo. Yo no podía dar un solo paso sin sentir sus ojos clavándose en algún lugar de mi cuerpo. Y sus palabras, casi tan insoportables como sus miradas. Cada vez que se refería a mí era para humillarme. Nada ostensible, nada que hiciera pensar a los demás: Juan Luis es un miserable. Ofensas sutiles, en clave. Esto me hizo sospechar un plan: él hacía justamente aquellas cosas que a mí me irritaban. Lo que se proponía entonces era hacerme perder el control, conseguir que toda la atención de la casa recayera sobre mí. Quería despistarlos a mi costa.

La otra tarde mi sospecha se confirmó.

Juan Luis había insistido durante mucho tiempo en hacer mi retrato; al principio no quise prestarme a sus propósitos pero al fin Adelaida me convenció; por otra parte, también a mí me interesaba saber qué perseguía con todo esto. Hasta que vi el cuadro terminado y comprendí. No; nada que tuviera que ver con el retrato en sí; era un buen retrato. Demasiado ocre tal vez. Pero hubo algo que me llamó poderosamente la atención: una mancha injustificadamente amarilla entre el pómulo y la sien derecha. ¿Qué significaba esto? Al principio no lo comprendí muy bien, pero apenas levanté los ojos mis sospechas se confirmaron: Juan Luis se estaba riendo. Apenas podía creer lo que ocurría. “Mi hermano”, pensé, “mi hermano capaz de un cinismo semejante”. Me enceguecí. Iba a golpearlo pero todo lo que hice fue romper el retrato en mil pedazos. Me acuerdo que pensé: qué cosas no llegará a hacer un maniático capaz de trabajar durante dos semanas para hacerle un daño a su hermano. Qué no será capaz de hacer ahora que su juego ha quedado al descubierto.

A partir de ese día traté de ocultarme de su presencia, pero eso lo exasperó. Me perseguía; vigilaba cada uno de mis movimientos. Yo tomaba todas las medidas necesarias para asegurarme de que no me estaba observando (en estas condiciones, hasta respirar se le hace dificultoso a uno) pero supongo que él encontró la manera de controlarme aunque yo no me diera cuenta. Lo cierto es que cada vez que yo intentaba algún trabajo importante, la voz de Juan Luis llegaba de los sitios más inesperados y yo tenía que huir.

No me importaba tanto por mí; era por los míos. Hace varios días que mamá tiene los ojos hinchados de tanto llorar, y a Adelaida le salió una especie de salpullido que la hace parecer feísima. Tal vez sea mejor para ellos que todo haya terminado como terminó. No sé. Tengo una sensación extraña, sin embargo no tendría que estar sorprendido. Era previsible lo que él iba a hacer. No tuve más que verle la sonrisa a la hora de cenar; su obsequiosidad al ofrecerme la pechuga del pollo, para comprender que estaba en el comienzo de otra de sus crisis. Y que esta vez llegaría a las últimas consecuencias.

Pero no fue en la mesa cuando lo comprobé, fue a medianoche, mientras seguía meditando en la cama. ¿Cómo lo supe? No sé. Algo parecido al instinto animal, supongo: las ratas abandonando el barco que va a hundirse. Lo cierto es que estaba reconstruyendo lo que había sucedido en los últimos días, y lo que Juan Luis dijo en la mesa, y de pronto comprendí que tenía planeado matarme esa misma noche. Confieso que al principio el terror me paralizó pero algo dentro de mí me ordenó que peleara por mi vida. Me levanté y, descalzo para no hacer ruido, fui hasta el dormitorio de Juan Luis. No se movió pero adiviné que no dormía.

Una idea me sobrecogió: qué hago si me ataca (Juan Luis siempre tuvo más fuerza que yo). Aunque me repugnaba la idea de usar un arma contra mi hermano, me di cuenta de que estaba en juego mi posibilidad de sobrevivir. Fui a la baulera y busqué el hacha. Después, un poco más tranquilo, volví a su dormitorio. Desde la puerta observé el rectángulo blanco de su cama; no se notaba ningún movimiento pero a esa altura ya no podía engañarme. Me acerqué lentamente y él, corroborando mis sospechas, se sentó en la cama.

No sé hasta dónde podía haber llegado si no hubiera visto mi hacha. Así y todo se abalanzó sobre mí. Recordé que una persona en su estado nunca abandona el plan que se trazó. Me defendí como pude hasta que llegaron papá y Adelaida, que consiguieron liberarme.

Debo haberme desmayado después. Esta mañana, cuando me desperté, apenas recordaba el incidente. Estaba tratando de pensar por qué me dolía tanto la muñeca cuando a través de la puerta oí la voz de papá en el teléfono. “Lo antes posible”, oí, “anoche intentó matar al hermano”. Al principio me corrió como un frío por la espalda. Pero es mejor así. Ya no puedo vivir escondiéndome. Es terrible no sentir el sol sobre la piel. Quiero ser feliz.

Dios mío, creo que me dormí. Oigo su voz afuera. Tal vez ya lo han venido a buscar. Creo que tengo miedo.

Papá no está en la ventana. Lo llamé y me gritó que ya venía, que me quedara tranquilo. Tengo que hablar con él. Tengo que explicarle. Tuve un sueño. No, no es eso. Es algo que siento, que se está por cometer una injusticia, eso. Que él creció a nuestro lado, ¿o es que ellos ya no se acuerdan? Le gustaban las mañanas de sol y el Príncipe Valiente. Y quizás hoy, aunque nosotros pensamos que todo cambió bruscamente para él, aún existe dentro de su alma una región hermosa y nublada que nadie ha conocido todavía. Que nadie va a conocer ya. Oigo las voces afuera. Se lo van a llevar. Lo van a rodear de muros por los que nunca podrá entrar el sol.

Video homenaje a la escritora
 Liliana Heker Premio Trayectoria APA 2017


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