Un día hacia las doce y media, paseando por cierto
barrio, me encuentro con un caballo que me para.
-Ven _dice-; tengo cosas que quiero enseñarte especialmente.
Señalaba con la cabeza hacia una calle estrecha y
sombría.
-No tengo tiempo -le contesté; pero de todos modos
lo seguí.
Llegamos a una puerta a la que llamó con su
pezuña izquierda. Se abre la puerta. Entramos; pensé
que iba a llegar tarde a comer.
Había varios seres con vestimenta clerical.
"Sube -me
dijeron-. Verás nuestro hermoso piso. Es todo de turquesa, y las baldosas están unidas con oro."
Sorprendida ante este recibimiento, asentí con la
cabeza e hice una seña al caballo para que me mostrase
ese tesoro. La escalera tenía unos peldaños enormemente altos, pero el caballo y yo subimos sin dificultad.
-Mira, en realidad no es tan bonito -me dijo él
esta conclusión, me pareció que debía conocerlo mejor.
-Iré encantada a tu fiesta. Estoy empezando a pensar
que me gustas.
-Eres mejor que los que vienen normalmente -contestó-. Se me da muy bien distinguir entre gente ordinaria y gente que sabe comprender. Tengo el don de
penetrar inmediatamente el alma de las personas.
Sonreí inquieta.
-¿Y cuándo es la fiesta?
-Esta noche. Ponte ropa de abrigo.
Cosa rara, porque fuera hacía un sol espléndido.
Bajando por la escalera del otro extremo de la estancia, observé con sorpresa que el caballo se las arreglaba
mucho mejor que yo.
Habían desaparecido los religiosos, y salí sin que nadie me viera.
-
A las nueve -dijo el caballo-. Pasaré por ti a las
nueve; Adviérteselo al portero.
Mientras regresaba, pensé que debía haber invitado
al caballo a cenar.
"No importa", me dije.
Compré una lechuga y patatas
para la cena. Al llegar a casa encendí un poco de fuego
para preparar la comida. Me tomé una taza de té, pensé
en la jornada y sobre todo en el caballo al que, aunque
lo conocía desde hacía muy poco, consideraba amigo
mío. Tengo pocos amigos y me alegro de contar entre
ellos a un caballo. Después de comer me fumé un
cigarrillo y medité sobre el lujo que sería salir, en vez de
charlar conmigo misma y aburrirme mortalmente con
las mismas historias interminables que me cuento sin
cesar. Soy una persona muy aburrida, a pesar de mi
enorme inteligencia y mi aspecto distinguido; nadie lo
sabe mejor que yo. A menudo me he dicho que si se me
diera la oportunidad, quizá me convertiría en el centro
de la sociedad intelectual. Pero a fuerza de hablar tanto
conmigo misma, tengo tendencia a repetir continuamente las mismas cosas. Pero ¿qué se puede esperar?
Soy una reclusa.
En medio de estas reflexiones, llamó a la puerta mi
amigo el caballo, con tal fuerza que temí que se quejaran
los vecinos.
-Voy -grité.
En la oscuridad, no vi qué dirección tomábamos. Yo
corría junto a él, agarrándome a su crin para sostenerme. Poco después observé que delante de nosotros, y
detrás y a los lados, había por todo el campo más
caballos cada vez. Miraban fijamente ante sí, y cada uno
llevaba un puñado de verde en la boca. Iban presurosos;
el ruido de sus cascos hacía temblar la tierra. El frío se
hizo intenso.
-
Esta fiesta se celebra todos los años -dijo el caballo.
-No parece que se diviertan mucho -dije.
-Vamos a visitar el Castillo de la Señora del Miedo.
Ella es la dueña de la casa.
El castillo se alzaba delante de nosotros, y el caballo
me explicó que estaba hecho de piedras que contenían
el frío del invierno.
-Dentro hace más frío aún -dijo; y cuando entramos
en el patio comprobé que decía la verdad.
Todos los
caballos temblaban, y los dientes !es repiqueteaban como castañuelas. Me daba la sensación de que habían
acudido todos los caballos del mundo a esta fiesta.
Cada
uno con los ojos abultados y fijos al frente, cada uno con
espuma helada alrededor de la boca. Yo no me atrevía
a hablar: estaba demasiado aterrada.
Marchando en fila uno tras otro, llegamos a una gran
sala adornada con setas y otros frutos nocturnos. Los
caballos se sentaron todos sobre sus cuartos traseros,
con las patas delanteras tiesas. Miraron a su alrededor
sin mover la cabeza, mostrando el blanco de los ojos. Yo
estaba muy asustada.
Delante de nosotros, recostada a
19
la manera romana en un inmenso triclinio, estaba la
dueña de la casa: la Señora del Miedo. Se asemejaba
ligeramente a un caballo, pero era mucho más fea. Su
bata estaba hecha de murciélagos vivos cosidos por las
alas: por su manera de agitarse, podía decirse que no les
gustaba.
-Amigos míos -dijo, con lágrimas en los ojos-; durante trescientos sesenta y cinco días, he estado pensando en la mejor manera de agasajaros esta noche. La cena
será como de costumbre, y cada uno tendrá derecho a
tres raciones. Pero aparte de eso, he pensado un nuevo
juego que considero particularmente original, porque
he dedicado muchísimo tiempo a perfeccionarlo. Espero de corazón que sintáis todos, al jugar a este juego, la
misma alegría que he sentido yo al inventarlo.
Un profundo silencio siguió a sus palabras. Luego
prosiguió.
-Ahora voy a daros todos los detalles. Yo misma
vigilaré el juego, seré el árbitro y decidiré quién ha
ganado.
"Debéis contar para atrás de ciento diez a cinco lo
más deprisa posible mientras pensáis en vuestro propio
destino y lloráis por los que se fueron antes que vosotros. A la vez, tenéis que marcar el compás de la canción
Los bateleros del Volga con la pata delantera izquierda, La
Marsellesa con la pata delantera derecha, y Dónde estás,
mi última rosa de estío con las dos de atrás. Había ideado
algunos detalles más, pero los he suprimido para simplificar el juego. Ahora empecemos. Y no olvidéis que,
aunque yo no puedo vigilar toda la sala al mismo tiempo, el Señor todo lo ve."
No sé si era el terrible frío el que provocaba aquel
entusiasmo; el caso es que los caballos empezaron a
patear el suelo con sus cascos como si quisieran bajar a
las profundidades de la tierra. Permanecí sin moverme,
20
esperando que no me viera, pero tenía la incómoda
sensación de que me veía muy bien con su gran ojo
(tenía un solo ojo, si bien era seis veces más grande que
un OJO normal). Así siguió esto durante veinticinco
minutos, pero ...