sábado, 17 de agosto de 2019

Los Celosos -Silvina Ocampo





Los Celosos -Silvina Ocampo

Irma Peinate era la mujer más coqueta del mundo; lo fue de soltera y aún más de casada. Nunca se quitaba, para dormir, el colorete de las mejillas ni el rouge de los labios, las pestañas postizas ni las uñas largas, que eran nacaradas y del color natural. Los lentes de contacto, salvo algún accidente, jamás se los quitaba de los ojos. El marido no sabía que Irma era miope; tampoco sabía que antaño se comía las uñas, que sus pestañas no eran negras y sedosas, sino más bien rubias y mochas. Tampoco sabía que Irma tenía los labios finitos. Tampoco sabía, y esto es lo grave, que Irma no tenía los ojos celestes. Él siempre había declarado:
—Me casaré con una rubia de pestañas oscuras como la noche y de ojos celestes como el cielo de un día de primavera.
¡Cómo defraudar un deseo tan poético! Irma usaba lentes de contacto celestes.
—A ver mis ojitos celestes de Madonna –exclamaba el marido de Irma, con su voz de barítono, que conmovía a cualquier alma sensible.
Irma Peinate no sólo dormía con todos sus afeites: dormía con todos los jopos y postizos que le colocaban en la peluquería. El batido del pelo le duraba una semana; el ondulado de los mechones de la nuca y de la frente, cinco días; pero ella, que era habilidosa, sabía darles la gracia que daban en la peluquería, con jugo de limón o con cerveza. Este milagro de duración no se debía a un afán económico, sino a una sensualidad amorosa que pocas mujeres tienen: quería conservar en su pelo las marcas ideales de los besos de su marido.
¿Y cómo las conservaba, si su marido no usaba lápiz labial? En el perfume de la barba: el pelo de la barba, mezclado al pelo de su cabellera de mujer, formaban un perfume muy delicado e inconfundible que equivalía a la marca de un beso. Irma, para no deshacer su peinado, dormía sobre cinco almohadones de distintos tamaños. La posición que debía adoptar era sumamente forzada e incómoda. Consiguió en poco tiempo una seria desviación de la columna vertebral, pero no dejó por ese motivo de cuidar su peinado. Se mandó hacer el almohadón como chorizo relleno de arroz que usan los japoneses. Como era muy bajita (hasta dijeron que era enana), se mandó hacer unos zuecos con plataformas que medían veinte centímetros de alto. Consiguió que su marido se creyera más bajo que ella. Ella nunca se sacaba los zuecos, ni para dormir, y su estatura fue siempre motivo de admiración, de comentarios sobre las transformaciones de la raza. Como amazona se lució y, como nadadora, en varias oportunidades, también. Nadaba, es natural, con un pequeño salvavidas; y al caballo que montaba su cuidador le daba una buena dosis de neurótico para que su mansedumbre fuera perfecta. El caballo, que se llamaba Arisco, quedó un día dormido en medio de una cabalgata. La caída de Irma no tuvo mayores consecuencias ni puso en peligro su vida; lo único desagradable que le sucedió fue que se le rompió un diente. La coqueta volvió a su casa fingiendo tener afonía y no abrió la boca
durante un mes. Tampoco quiso comer. Buscó en la guía la dirección de un odontólogo.
Esperó dos horas, contemplando los países pintados en los vidrios de las ventanas, que le sugerían futuros viajes a los bosques del Sur, a las cataratas del Niágara, a Brasilia o a París; ya en los últimos momentos de la espera, cuando le anunciaron: “Puede pasar, señora”, el dentista le saludó como un gran señor o como un gran payaso, agachando la cabeza. Señaló la silla de las torturas, sobre la que se acomodó Irma. Después de un “vamos a ver qué pasa”, contempló la boca, no muy abierta por coquetería de la señora.
—Es este diente –gritó Irma—. Se me rompió en un accidente de caballo.
—De caballo –exclamó el dentista—. Qué términos violentos. No será para tanto. Vamos a examinar este collar de perlas –dijo—. ¿Y cómo dice que se produjo? Algún tarascón, sin duda. –El dentista gimió levemente al ver la perla quebrada—. Qué pena, en una boca tan perfecta. Abra, abra un poco más.
“Si mi marido estuviera en el cuarto de al lado”, pensó Irma, “qué imaginaría, él que es tan desconfiado”.
—Habrá que colocar un pivot –dijo el dentista—. No se va a notar, se lo puedo garantizar.
—¿Saldrá muy caro?
—Para estas perlas nada resultaría bastante valioso.
—Sin broma.
—Sin broma. Le haré un precio especial.
—¿Especialmente caro?
Tal vez se había excedido en las bromas, pues el facultativo le guiñó el ojo y le oprimió la pierna como con tenazas entre las de él, lo cual provocó un gemido, pero todo esto lo hizo respetuosamente, sin ningún alarde ni vacilación. Después de concretar, en una tarjeta rosada, la hora en que se empezaría el trabajo, Irma recogió sus guantes, la tarjeta, su bufanda y la cartera y, corriendo, salió del consultorio, donde tres enanas la miraban con envidia.
Transcurrieron los días sin que el marido lograra arrancar una palabra a su mujer. De noche, antes de acostarse y de besarlo, apagaba la luz.
Un arrullo de palomas le contestaba con el encanto habitual, porque, hablara o no hablara, la gracia era una de las especialidades de Irma.
—Te noto extraña –le dijo un día su marido—. Además nunca sé adónde vas por las tardes.
—Loquito, adónde voy a ir que no sea para pensar en vos.
Por lo menos hablaba.
—Me parece muy natural, inevitable casi podría decir, pero no creas que me quedo tranquilo. Sos el tipo de mujer moderna que tiene aceptación en todos lo círculos. Alta, de ojos celestes, de boca sensual, de labios gruesos, de cabellos ondulados, brillantes, que forman una cabeza que parece un soufflé, de esos también dorados, que despiertan mi alma golosa. ¡La pucha que me da miedo! Si fueras una enana o si tuvieras ojos negros, o el pelo pegoteado, mal peinado y las pestañas descoloridas... o si fueras ronca, ahí nomás; si no tuvieras esa vocesita de paloma. A veces me dan ganas de querer a una mujer así ¿sabes?Una mujer que fuera lo contrario de lo que sos. Así estaría más tranquilo.
—¿Qué sabés? ¿Acaso no hay otras cosas que la altura, el pelo, los ojos celestes, las
pestañas?
—Si lo sabré. Pero, asimismo, convendría que fueras menos vistosa.
—Vamos, vamos. ¿Querés acaso que me vista de monja?
—Y ese collar de perlas que se entrevé cuando sonreís, es lo más peligroso de todo.
—¿Querés que me arranque los dientes?
El marido de Irma cavilaba sobre la belleza de su mujer. “ Tal vez todo hubiera sido distinto si no fuera por la belleza. Me hubiera convenido que fuera feíta como Cora Pringosa. Era agradable y no me hubiera inquietado por ella, pues a quién le hubiera gustado y, si a alguien le hubiera gustado, a quién le hubiera importado.”
¿Adónde iría Irma por la tarde? Salía con prisa y volvía escondiéndose. Resolvió seguirla. Es bastante difícil seguir a una mujer que se fija en todo lo que la rodea. Fracasó varias veces en sus intentos porque se interceptó entre él y ella un automóvil, un colectivo, unas personas y hasta una bicicleta. Logró por fin seguirla hasta Córdoba y Esmeralda, donde tomó un taxi hasta la casa del dentista. Ahí bajó y entró sin que él supiera a qué piso iba. No había ninguna chapa indicadora. Esperó en la planta baja, fingiendo leer un diario. Subía y bajaba el ascensor. Se sentó en un escalón de mármol de la escalera.
Aquella tarde en que se aproximaba la primavera, el dentista acompañó a Irma hasta la puerta del ascensor. Al pasar junto a los vidrios pintados de las ventanas, el odontólogo murmuró:
—¿No sería lindo pasear por estos paisajes?
A Irma le pareció que la abrazaba en una cama de hotel. Se ruborizó y, al entrar en el ascensor, no dijo adiós.
—¿Está enojada? ¿Le hice doler? Sonría. Muéstreme mi obra de arte —exclamó el odontólogo asustado.
El ascensor se llevaba a la paciente entre sus rejas como a una prisionera.
Afuera llovía, ya estaba su marido apostado con un paraguas cerrado en la mano. Había oído las frases pornográficas pronunciadas por esa voz de barítono sensual. Ciego de rabia blandió el paraguas y, al asestar a Irma un golpe en la cabeza, le rompió el premolar recién colocado y simultáneamente se le cayeron los cristales de contacto, las pestañas, los postizos de su peinado; las sandalias altas fueron a parar debajo de un automóvil. No la reconoció.
—Discúlpeme, señora. La confundí. Creí que era mi esposa —dijo perturbado—. Ojalá fuese como usted; no sufriría tanto como estoy sufriendo.
Apresurado se alejó, sintiéndose culpable por haber dudado de la integridad de su mujer.

Fuente: Silvina Ocampo, Cuentos completos II, Ed. Emecé.

El que Jadea-Juan José Millás





El que Jadea                                Cuento de Juan José Millás


Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo al otro lado de la línea.
—¿Quién es? —pregunté.
—Yo soy el que jadea —respondió una voz neutra, quizás algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
—¿Quién era?
—El que jadea —dije.
—Habérmelo pasado.
—¿Para qué?
—No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de Internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oía hablar con el psicópata.
—No te importe —decía—, resopla todo lo que quieras, hijo. A mí no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
—No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
—Se lo voy a contar a tu mujer —respondió en tono de amenaza—. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
—Tampoco es para ponerse así —dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos—. Es que me has agarrado en un mal momento. Discúlpame.
—Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
—Se ha ido a misa.
—Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
—¿Quién es? —preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
—Soy el jadeador —dije con naturalidad.
—Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos en seguida. Inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
—Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.

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