martes, 20 de agosto de 2019

Absit de Angélica Gorodischer


En Las nenas de Angélica Gorodischer las protagonistas se revelan “desde su lugar en la sociedad, que no es solamente obedecer a mamá”. Son cuentos siniestros, pero en los que no falta el humor.

La autora les ofrece a las protagonistas de las diferentes historias la posibilidad de salir aun en las situaciones más terribles enfrentando la lógica y el poder de los hombres.

Absit


Las cosas sucedieron más o menos así. Ese tipo venía caminando por la vereda del barrio. Era sábado temprano a la tarde y el sol le daba en la espalda. Se paró frente a la verja pintada de verde. Ay no, pensó, ay, no, por favor no otra vez no, ¿cuántos años tendrá? siete, ocho cuanto más, ay, no, no quiero.

La reja cerraba un jardín pequeño con algo de césped no muy bien cuidado, una planta de azalea, un jazmín del cabo y casi nada más, si no se consideran los restos de algunas alegrías del hogar y malvones, y la chiquita jugaba con un animalito de paño que tenía mucho pelo, nada de cola y mucho bigote. Le hablaba.

El tipo le habló a ella.

-Hola -le dijo.

Ella no le contestó.

-Hola -insistió él-, ¿cómo te llamás?

-Mi mamá me dijo que no hable con extraños.

-Por eso te pregunto cómo te llamás, para que no seamos extraños. Vos me decís cómo te llamás, yo te digo cómo me llamo.

Seis años, pensó. Nada más que seis, ay, cómo puedo hacer, seis años no más, a esa edad son suaves, blandas, ay, no.

-No te digo nada.

-Bueno, no me digas nada. ¿Tu mamá está?

-No, se fue al súper.

-Entonces estás con tu papá.

Que me diga que sí, que está con el papá y me voy, me voy.

-No.

-O con la muchacha.

-¿Qué?

-La muchacha que trabaja en tu casa.

-No tenemos muchacha.

-¿Y con quién estás? ¿Con tu abuelita, con tu tía?

No sólo blandas, no sólo suaves, chiquitas, tienen todo tan chiquito.

-No.

-¿Estás solita?

-Y, sí.

-Mirá, tengo un caramelo. Te lo doy para consolarte porque estás solita, ¿querés? Es de frutilla.

-Bueno.

-También tengo una muñeca. Es muy linda, con carita de porcelana y tiene zapatitos y una cofia.

-A verla.

-Acá, la tengo en el bolsillo del saco, ¿querés verla?

Eso que tienen entre las piernas es tan pero tan chiquito que da trabajo, no se puede, de primera intención no se puede y lloran y es peor.

-Sí.

-Bueno, abrime la reja y te la muestro.

-Está abierta, no tiene llave, para no dejarme encerrada.

-Ah, qué bien.

El tipo empujó la reja y entró en el jardín. Todavía iba pensando no, no, ojalá que no, pero sabía que sí. Casi sentía la piel de la nena bajo sus dedos: seda, raso, dulce, tibia, no quiero, se decía, no quiero que me pase otra vez pero ya estaba solo, solo en un mundo en el que no había nada más que el jardín y se preguntaba adónde podré llevarla.

-A ver la muñeca.

-Vení, ahora te la muestro, dame la mano y nos escondemos detrás de la planta así no nos ve nadie porque si te ve una vecina te va a tener envidia.

-Entonces vamos atrás.

-¿Atrás?

Cuidado, se dijo. No conocés el lugar, tené cuidado, no te vaya a pasar como con la hermanita de la Lucy.

-En el terreno de atrás van a hacer un edificio pero como hoy es sábado no hay nadie.

-¿Tenemos que entrar en la casa?

-Pero no, por acá, por el costado, vení y me mostrás la muñeca.

-Ah, hay árboles y todo.

-Los van a sacar. Mi mamá dice que son unos brutos.

-Tu mamá tiene razón. Siempre tiene razón, ¿no es cierto?

La mamá. ¿Por qué no viene la mamá? No, ahora no, que no venga.

-No sé. Dice que no tengo que agarrar caramelos si alguien me da. Y que todos los hombres son malos. Unos cerdos, dice.

-Bueno, no es para tanto. Hay gente mala y hay gente buena. ¿Acaso tu papá no es bueno?

-Mi papá no vive con nosotras. Mostrame la muñeca. ¿Tiene un vestido azul?

-¿Eh? Sí, azul. La verdad es que la dejé en casa pero…

-Vos también sos malo. Me dijiste que tenías la muñeca en el bolsillo y no la tenés.

-Pero no, vas a ver qué bueno soy, vení, vamos atrás de ese árbol y te muestro algo más lindo que la muñeca.

-Bueno, cuidado, ahí hay un pozo. Dicen que fue de un jibe.

-Aljibe.

-Eso. Un jibe, y que es hondo hondo. Lo van a tapar con cemento y tierra y piedras, dijo don Leyes.

-¿Don Leyes?

-El capataz. Y que hay agua abajo. Y sapos. Y mi mamá dijo que ojalá lo tapen pronto porque debe haber ratas y jurciégalos.

-Murciélagos. Vení, vamos para allá.

-Cuidado, ahí está el pozo, ¿ves?

-Hmmmm. Sí. Tan hondo no parece.

-Sí que es hondo, hondo hasta el otro lado del mundo.

-Bueno, nena, bueno, vení, vamos.

-Mirá, mirá qué hondo.

-Sí, sí, está bien, ya veo, es muuuuy hondo.

El tipo se inclinó, miró hacia abajo, hacia lo hondo del pozo. El corazón del tipo galopaba allá en el fondo del pozo que era su cuerpo. La nena lo empujó: apoyó las dos manitos contra la cintura del tipo y empujó con todas sus fuerzas. El tipo cayó gritando y la nena se arrodilló en el borde del pozo y miró para abajo.

-¿Hay jurciégalos? -preguntó.

-¡Mocosa de mierda, sacame de aquí!

No, cómo lo iba a sacar de ahí. El tipo se dio cuenta de que la nena no iba a poder sacarlo de ahí. Miró para arriba: la cara de la nena se recortaba claramente muy claramente por sobre el borde, contra el cielo azul de la tarde de un sábado, un sábado solitario, sin nadie. Nadie salvo una nena chiquita, suave, blandita. Miró para arriba: seis metros fácil fácil, mucho más alto que el techo de una habitación, cómo iba a poder salir de ahí.

-¡Andá a buscar a alguien, andá, vamos!

La nena no se movió.

-Andá, escuchame nenita, andá a buscar a alguien, la vecina o el kiosquero de enfrente.

-Enfrente no hay un kiosco, en la otra cuadra hay un kiosco.

-Andá, andá nenita, andá y decile al kiosquero que hubo un accidente, que venga, que traiga una soga, no, una escalera, no, mejor una soga, andá.

-Bueno -dijo la nena-, pero ¿hay jurciégalos abajo?

-No, no hay. Andá, querida, andá a buscar al kiosquero, decile que una soga, que traiga una soga que hubo un accidente.

La cara de la nena desapareció y el tipo se quedó de veras solo: ni murciélagos había.

Se miró las manos, miró a su alrededor. Oscuro, estaba muy oscuro. Se dio cuenta de que estaba parado en el barro, un barro flojo aguachento y que los zapatos se le habían empapado y el agua le entraba y le enfriaba los pies, mocosa de mierda ojalá vuelva pronto, el kiosquero, ¿le dirá al kiosquero lo de la soga? ¿Y yo qué le digo al kiosquero cuando venga? Un accidente. ¿Cómo me caí, cómo estaba yo acá? Le digo que entré por la otra calle, a mear porque me estaba haciendo encima y vi que acá no había nadie y entré y pisé el borde y me caí, eso le digo y espero que la mocosa hija de puta no cuente nada ni hable del caramelo ni de la muñeca, ay que se apure, qué está esperando, pendeja de mierda.

Miraba para arriba y hacía mal: se le cerró la garganta porque había pensado en esas paredes desnudas de piedra que podían caerle encima y sepultarlo vivo por qué no si eso era como un, un sótano, una celda, una tumba, la nena, esa nena maldita que se apure, no, vea oficial, lo que pasó fue que me estaba meando encima y vi que en el terreno no había nadie pero primero necesito una soga, alguien, alguien que tenga fuerza y que tire de la soga.

Pasaron dos horas y empezó a oscurecer allá afuera, allá arriba. Mientras tanto el tipo pasó las manos por sobre las paredes del pozo y descubrió que estaban hechas de piedra. Piedras irregulares, ásperas, que se le venían encima, pero que no ofrecían agujeros en los que poner los pies o sostenerse para tratar de subir. La nena, la mocosa de porquería que lo había empujado, adónde estaría la muy tarada imbécil que no había ido a buscar al kiosquero. Se estaba haciendo de noche.

Gritar, se le ocurrió. Voy a gritar, alguien me va a oír. Gritó y gritó, gritó socorro y auxilio y gritó cosas y llamó a la nena y nadie lo oyó. Era sábado, era una tarde de sábado. No, no puede ser, no pueden dejarme aquí hasta mañana, mañana que es domingo tampoco va a haber nadie, esa mocosa tiene que venir, tiene que decirle a alguien lo que hizo, si le cuenta a la madre por ejemplo, la madre seguro que va a venir a ver, pero ¿y si no le cree?, dejate de inventar pavadas m’hijita, ¿y si no le cree y comen y se van a acostar y yo aquí?

-¡Señoooooraaaaaa! -gritó.

-¡Señoora, auxiliooooo, aquíiiii, venga!

Y el cielo de noche era negro como el tipo nunca lo había visto, negro y lleno de estrellas, muchas, tantas, tantas estrellas, ay Dios mío que venga alguien, que esa mujer le crea a la nena, por favor Dios yo nunca nunca jamás voy a agarrar a otra nena nunca jamás ya no voy a lastimar a ninguna nena te prometo cuando tenga ganas voy con putas pero nenas no no puedo estar aquí en este pozo hasta el lunes cuando vengan los albañiles no, pero no, me voy a morir morirse no es nada pero no aquí de este modo no, por favor Dios oíme hacé que venga alguien.

Y siguió gritando. Gritó durante mucho tiempo hasta que la garganta se le secó y empezó a tragar saliva para tratar de que se le humedeciera de nuevo para poder seguir gritando. Pero ya no podía y el cielo seguía siendo negro con muchas estrellas asiento de Dios le habían dicho pero Dios no, Dios tampoco lo oía. Estaba empapado, empapado de agua y barro y sudor y le dolía todo el cuerpo todo. Le dolía el vientre. Necesitaba ir al baño, un baño ¡un baño, qué disparate! Se rio a carcajadas. ¡Un baño! Estaba metido en un pozo seis metros de hondo y quería un baño bajarse los pantalones y echar afuera todo lo que tenía en las tripas créame oficial yo lo único que quería era cagar y vi que no había nadie en el terreno. Tuvo un retorcijón y una arcada. Algo dentro de él se movía y trataba de salir. El asco, el miedo, eso, el agua barrosa, las paredes del pozo.

-¡Señooooraaaa! -y él sabía que ella no lo iba a oír.

Ni ella ni nadie. Ni la nena.

La nena apareció en el borde del pozo allá arriba.

-Al fin volviste -dijo el tipo-. ¿Le dijiste al kiosquero que trajera una soga?

La nena no se movió, no habló, no hizo nada contra el cielo negro negro lleno de estrellas. Cambió, eso sí, cambiaba. Las estrellas venían como cucharada de sopa venían y se derramaban sopa de estrellas sobre la cabecita redonda asomada al borde del pozo. Blanca era de pronto, o plateada, eso, y llena de luz como el cielo. Ah los ángeles, eran los ángeles, él sabía que Dios lo iba a oír, que venían a rescatarlo.

-¡No importa! -gritó-. ¡No hace falta una soga! ¡Ya vienen! -gritó-. ¡Sáquenme de aquí! ¡Señoooooraaaa, señooooraaaaaaa!

Sollozó. Sintió algo doloroso y caliente en los fondillos de los pantalones y se puso a llorar. Lloraba y gritaba. Lo peor no era sentir que se moría, lo peor era tener esperanzas de no morirse. No saber qué ni cómo hacer para no morirse.

-Señora -dijo, ya no gritaba-, señora venga y sáqueme de aquí, yo no le voy a hacer nada a su nena, nada, pero sáqueme de aquí dígale a Dios que venga que me mande a sus ángeles para que me levanten no hay murciélagos que no tengan miedo no hay, señora, venga.

Después hubo silencio y el domingo fue como todos los domingos. La nena y su mamá fueron a lo de la abuela Emilia y volvieron tardísimo pero la mamá no se preocupó porque el lunes era feriado y la nena no tenía que ir al jardín, de modo que durmieron hasta bastante tarde. Hizo frío, eso sí, un frío inesperado para esa época del año y llovió un poco hacia la tarde.

-Señora -dijo Don Leyes-, ¿me permite el teléfono?

Ya otras veces se lo había pedido y ella lo había hecho entrar a la cocina. Era un buen hombre Don Leyes, grandote, moreno, con una sonrisa agradable, muy bien educado. Hasta le había pedido disculpas por el ruido que a veces hacían con la excavadora o las sierras.

-Pero sí, Don Leyes, pase. ¿Quiere un café? Acabo de prepararlo.

-Gracias, señora, pero estuvimos tomando mate con el ingeniero, ¿vio?, y ahora tengo que hablar a la empresa a ver qué hacemos, hay algo en el fondo del pozo, parece que es un animal grande, un perro digo yo.

-Ay, qué trastorno.

-Sí, no se mueve, debe estar muerto pero hay que sacarlo, pensábamos empezar hoy a la tarde con el rellenado.

-Bueno, usted hable tranquilo, yo ya llevé a la nena al colegio y ahora me voy al estudio pero a mediodía vuelvo.

-Gracias, señora, y disculpe la molestia, ¿eh?

Buen hombre Don Leyes. Ojalá pudieran sacar el perro del pozo. Claro que si empieza a llover de nuevo va a ser un problema. Ese pozo siempre fue un peligro, siempre.


Angélica Gorodischer


Diálogo entre Angélica Gorodischer y Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional

Biblioteca Nacional Mariano Moreno
Publicado el 11 ene. 2018

14 de diciembre de 2017 / Sala Juan L. Ortíz

Homenaje a Angélica Gorodischer. En el marco de la visita de Margaret Atwood a la Argentina, la Biblioteca Nacional homenajea a la escritora Angélica Gorodischer, referente de la distopía en nuestro país.

Angélica Gorodischer (Buenos Aires, 1928) es una de las voces femeninas más importantes de la literatura de ciencia ficción en Iberoamérica. Introdujo la distopía en sus obras para retratar a una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Publicó novelas como Kalpa Imperial, Floreros de alabastro, alfombras de bokhara, Prodigios, Tumba de jaguares y Las señoras de la calle Brenner. Tanto sus relatos como sus novelas le han hecho ganar la admiración de los lectores. En 2003 se publicó la traducción al inglés de Kalpa Imperial, realizada por Ursula K. Le Guin, máxima figura femenina de la ciencia ficción anglosajona.








Sueños Con Angélica Gorodischer – Ver Para Leer
Telefe Publicado el 1 dic. 2014

En el programa se plantean diversas situaciones conflictivas en las que Juan Sasturain debe participar para solucionarlas. Para hacerlo, recorre el fantástico mundo de la literatura en todos sus ámbitos y géneros, muestra libros y comparte temáticas de ellos. A su vez, en cada ocasión se debe recurrir a un tercero (al cual le realizan una breve entrevista) en busca de ayuda. Juan está acompañado de su amigo, Fabián Arenillas que encarna a los distintos personajes que lo auxilian o que le plantean la situación de cada programa.






“La vida real no me interesa”


En una entrevista de Liliana Colanzi y Mariano Vespa, Angélica Gorodischer, autora de Kalpa Imperial, Trafalgar y Las señoras de la calle Brenner, entre otros títulos, habla de sus búsquedas literarias, la relación con la tecnología y anticipa el próximo libro de cuentos.

“La vida real no me interesa”

 Por Liliana Colanzi y Mariano Vespa.

Llegamos a la casa de Angélica Gorodischer siguiendo la pista de Rafael Pinedo, el autor de la novela posapocalíptica Plop, que ganó el premio de Casa de las Américas en 2002. De alguna manera queríamos descifrar el enigma Pinedo, que falleció de un melanoma en 2006. Habíamos leído que era tal su admiración hacia Gorodischer que uno de los personajes de Plop —la vieja Goro, un personaje fuerte y terrible, la única persona del clan que sabe leer en un mundo devastado— le rendía homenaje. La encontramos en su casa en Rosario, ciudad donde vive desde la infancia: nos recibió apoyada en un bastón de madera maciza que —dijo— posiblemente haya pertenecido a Manuel Belgrano, y que compró en Mercado Libre. Mientras esperaba al técnico que le arreglaría una heladera arruinada, conversamos sobre sus lecturas (y constatamos que Plop ocupa un sitio especial en su biblioteca, separado en un altarcito propio), sus proyectos, sus inquietudes y sobre la ciencia ficción, un género que cada vez cobra mayor importancia, y en el que ha sido pionera en Latinoamérica. Su libro Kalpa Imperial fue traducido por la destacada autora norteamericana Ursula K. Le Guin. Con ochenta y siete años y una treintena de libros publicados, Gorodischer dijo estar terminando Las nenas, “un libro de cuentos bastante siniestros”.

—Oesterheld me deslumbró. Lo conocí y dije: “Qué maravilla”. Ahora le regalé al segundo de mis hijos el libro de Oesterheld con sus cuentos inéditos (Más allá de Gelo, Planeta, 2015). También me lo leí antes. Oesterheld fue un tipo sensacional. Qué destino, ¿no? Para la época fue revolucionario. Hubo mucha gente que no quiso ni acercarse: “Ah, no, esas cosas de aventuras fantásticas…” A mí los marginales me interesan, hay algo por lo que el establishment los pone un poquito de lado. Ahí pasa una cosa graciosa que algún autor marginal se convierte en central y resulta que a todos siempre les pareció maravilloso y lo valoraron. De alguna manera le pasó a Cortázar.



» He tratado de leer a los últimos [autores de ciencia ficción] y no me entusiasman mucho. Estoy metida en otras cosas, escribo mucho y no estoy bien de salud, así que hay muchas cosas que ignoro. Pero Plop, de Rafael Pinedo, siempre me dejó deslumbrada. La impresión que tengo como lectora —ya no les hablo como escritora— es el color negro, porque todo es negro. Todo es de una negrura impresionante, estamos en medio de una noche de la que no vamos a salir jamás. Esa impresión de negrura, de telón, de un color que es casi concreto, es tremenda. En esa noche negra lo que crece es el barro, la no-visión, la no-existencia de un horizonte, una cosa que es terrible. Plop es una novela descarnadamente escrita, porque el hueso y la médula están ahí a la vista. No hay una concesión. Hay novelas crueles, por supuesto, que una ha leído —yo empecé a leer a los cinco años y todavía no me detuve—, pero es difícil encontrar una pieza narrativa en la que no haya ni una sola concesión. No hay ni siquiera lo que se llama el feísmo. Es una cosa seca, como concentrada, como puños cerrados. El lenguaje sirve para comunicar lo que está acá, pero lo que está más allá no tiene nombre ni lo tendrá quizás nunca. La ciencia ficción tiene novelas muy descarnadas, muy crueles, pero esto creo que es lo más cruel que leí. Después me enteré que el autor había muerto; tampoco supe cómo. Yo creo que Pinedo está solo dentro de la literatura latinoamericana. No se puede decir que este muchacho sale de allí, o que abreva de allá, o que tiene relaciones con eso… Yo no le encuentro nada. Esa cosa monstruosa de toda la humanidad no lo encuentro en otra parte. Puede haber, quizás, en un texto medieval, qué sé yo. A mí me parece que ese hombre está solito, lo cual es un gran honor.

» El Negro Fontanarrosa fue alumno de mi marido. Mi marido es arquitecto y enseñaba en el Politécnico acá. Fontanarrosa era un muchachito que estaba en segundo o tercer año, pero no quería seguir arquitectura, quería dibujar. Entonces se iba al último banco y dibujaba sus viñetitas, vieras lo que eran. Por supuesto, el Goro, mi marido, se ponía furioso y le daba un cero, lo retaba. Y después Goro me decía: “Si yo pudiera haber hablado con los padres, les habría dicho: Saquen a este chico, este chico no quiere estudiar”. Una vez el Negro le llevó unos deberes que eran un desastre total, entonces el Goro se los tiró y le dijo: “Mirá, Fontanarrosa, ¿sabés adónde vas a terminar vos? ¡Vendiendo choripanes en la cancha de Central!” Pasó el tiempo, el Negro fue lo que fue, y el Negro decía: “¿Conocen al que fue mi profesor de dibujo?” Y Goro decía: “¡Yo le enseñé a dibujar a Fontanarrosa!” ¡Se cargaban…! Y cuando hicieron acá una retrospectiva del Negro –el Negro estaba vivito y coleando—, había viñetas que no se habían publicado nunca, y abajo decía: “De la pinacoteca del arquitecto Gorodischer”. Era muy gracioso, lo quería mucho al Negro.

» Terminé una novela que se publicó en noviembre de 2014 [Palito de naranjo, Emecé]. Y entonces empecé a escribir otra. Pero hace poco, buscando cuentos, porque me habían pedido cuentos y no tenía ganas de escribir uno, descubrí que tenía otro libro. Es un libro que tiene varios cuentos de la misma laya, de la misma raza. No son cuentos muy felices, son bastante siniestros. Se llama Las nenas. Algunas son víctimas y algunas son victimarias. Terminé un cuento y después otro más, y ahora tengo siete.

» Yo no puedo ver películas de terror porque soy miedosa. Salvo que sea realmente una obra maestra, pero si no, prefiero no mirar. Tengo ciertos miedos —he sido carne de diván también— que mi marido, que es lo lógico, lo intelectual, lo racional con dos patas, no entiende. Tengo miedo a la oscuridad, tengo miedo a la noche. Entonces él me explica y cree que ya está, que ya se me pasó. Entonces le digo: “Esto va por otros carriles”. Y él: “No, no, no, mirá, yo te voy a volver a explicar…” [Se ríe]

» Celular no uso. Todo el asunto del celular y de ver que la gente está como loca ahí, eso me horroriza. El tipo ese que puso el cartel en el bar que decía “No tenemos wifi, hablen entre ustedes”, me parece espléndido. El otro día vi que pasaban tres chicas por la calle. Tenían dieciséis, diecisiete. Supongo que serían amigas porque iban juntas, pero cada una iba con su celular haciendo tiqui-tiqui. Eso ya a mí me pone loca. ¿Dónde mierda vamos? En un cumpleaños mis hijos me regalaron un Blackberry. Me enseñaron a usarlo, pero yo vivía de esclava del Blackberry. Entonces lo tiré. Una amiga me dijo: “¿Y si te pasa algo en la calle?” Le dije: “Mirá, si me pasa algo leve en la calle, al primer señor que pase le pido que me ayude. Y si me pasa algo grave, van a llamar a la ambulancia, ¡así que dejame de jorobar!”. Así que no, el celular, no. Pero todo lo demás sí: tengo computadora, por supuesto, me gusta navegar en internet, descubro cosas. Kindle sí, eso leo perfecto, sus páginas no tienen el brillo que tiene la pantalla, con eso me llevo bien.

» A mí me interesa cómo fue el momento en que hicimos clic y dejamos de ser simios. ¿Qué pasó con ese antepasado común? Hubo un momento en el que ocurrió algo. En un libro que estoy leyendo, De animales a dioses, el autor (Yuval Noah Harari) dice que hubo una revolución cognitiva, pero no se sabe qué sucedió. Decenas de miles de años después vino la revolución agrícola, pero para ese momento ya éramos casi intelectuales.

» La ciencia ficción te deja una marca muy fuerte. Yo siempre digo: a mí la vida real no me interesa. Hay autores y autoras que con la vida real han hecho maravillas. A mí no me sale porque la vida real no me interesa. “¿Y a usted qué le interesa?”, me dicen. Me interesa lo inexplicable, lo inefable, lo que no se puede decir, esas cosas por las que hay que pasar de lejos. [En mis historias] siempre pasa algo raro. A veces no se sabe muy bien de qué se trata, pero hay algo siempre que está fuera de la experiencia diaria.

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