viernes, 29 de noviembre de 2019

Alfabetos Humanos





Las letras tienen una cualidad misteriosa y cabalística que ha inspirado a artistas a través de los siglos. Los calígrafos, pintores y grabadores nunca han dejado de darles forma y decorarlos, utilizándolos como punto de partida para sueños y fantasías ilimitados. Las iniciales iluminadas de los manuscritos medievales, que van desde la exuberancia románica hasta el exceso gótico, allanaron el camino. No solo hubo escenas bíblicas, sino también bestias míticas y figuras humanas que fueron precursoras directas de los alfabetos zoomorfos y antropomórficos del Renacimiento y posteriores. Con la invención de la imprenta, la inventiva de los artistas no conoció límites. Las letras adornadas presentaban eventos históricos y míticos, paisajes románticos, árboles, flores, edificios, payasos, demonios, niños y todo tipo de animales. De hecho, no había ningún tema que no pudiera ponerse al servicio del alfabeto animado. 

Alfabeto 1 

Alfabetos humanos 1 (740 - 1542) 

• Alfabeto figurativo de Giovannino de 'Grassi (c. 1390) 
• Alfabeto de mayúsculas berlinesas (c. 1400) 
• letra' A 'de un alfabeto ornamental de Anónimo (c. 1480-1500) 
• Figura Alfabeto de Master ES (c. 1465) 
• Alfabeto grotesco de autor desconocido (c. 1464) 
• Inicial historiada 'H' de San Petersburgo Bede (c. 737-746) 
• Iniciales historiadas 'D' del salterio vespasiano (c.750-800 ) 
• Iniciales historiadas 'I', 'T' del Sacramentaire de Gellone (c. 780-800) 
• Iniciales historiadas del Salterio Corbie (c.801-900) 
• Iniciales historiadas T, C, D, del Sacramentario de Drogo (c. 845 - 855) 
• Inicial historiada "L" de los Évangiles de Drogon (c. 845 - 855) 
• T inicial historiada del sacramentario de Metz (c. 850 - 900) 
• Iniciales historiadas de los Évangiles de Saint -Médard de Soissons (c. 801-900) 
• Iniciales historiadas de la Biblia de la Sauve-Majeure II (c. 999 - 1098) 
• Inicial historiada 'R' de la vida de San Dunstan (c. 1076-1125) 
• Iniciales historiadas H, L de la Biblia d 'Étienne Harding (c. 1109 - 1111) 
• Iniciales historiadas de la Moralia en Job de Gregorio Magno (c. 1111 - 1115)
 • Historiador d iniciales de la Moralia en Job de Gregory the Great (c. 1101 - 1125) • Iniciales historiadas de la Moralia en Job de Gregory the Great (c. 1143 - 1178)


lunes, 18 de noviembre de 2019

El vestido verde aceituna - Silvina ocampo



El vestido verde aceituna
Silvina ocampo



Las vidrieras venían a su encuentro. Había salido nada más que para hacer compras esa mañana. Miss Hilton se sonrojaba fácilmente, tenía una piel transparente de papel manteca, como los paquetes en los cuales se ve todo lo que viene envuelto; pero dentro de esas transparencias había capas delgadísimas de misterio, detrás de las ramificaciones de venas que crecían como un arbolito sobre su frente. No tenía ninguna edad y uno creía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la blancura de las trenzas. Otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y un pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez.

Había viajado por todo el mundo en un barco de carga, envuelta en marineros y humo negro. Conocía América y casi todo el Oriente. Soñaba siempre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. Miss Hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire. Se había comprado un sombrero ancho de paja con un pavo real pintado encima, que llovía alas en ondas sobre su cara pensativa. Le habían regalado piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpientes embalsamadas, pájaros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. Toda su vida estaba encerrada en aquel baúl, toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos. Entonces volvía a bañarse en las playas tibias de Ceilán, volvía a viajar por la China, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él. Volvía a viajar por España, donde se desmayaba en las corridas de toros, debajo de las alas de pavo real del sombrero que temblaba anunciándole de antemano, como un termómetro, su desmayo. Volvía a viajar por Italia. En Venecia iba de dama de compañía de una argentina. Había dormido en un cuarto debajo de un cielo pintado donde descansaba sobre una parva de pasto una pastora vestida de color rosa con una hoz en la mano. Había visitado todos los museos. Le gustaban más que los canales las calles angostas, de cementerio, de Venecia, donde sus piernas corrían y no se dormían como en las góndolas.

Se encontró en la mercería El Ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza. Las vidrieras de las mercerías le gustaban por un cierto aire comestible que tienen las hileras de botones acaramelados, los costureros en forma de bomboneras y las puntillas de papel. Las horquillas tenían que ser doradas. Su última discípula, que tenía el capricho de los peinados, le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar. Miss Hilton había accedido porque no había nadie en la casa: se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada. Desde aquel día, varios pintores la habían mirado con insistencia y uno de ellos le había pedido permiso para hacerle un retrato, por su extraordinario parecido con Miss Edith Cavell.

Los días que iba a posarle al pintor, Miss Hilton se vestía con un traje de terciopelo verde aceituna, que era espeso como el tapizado de un reclinatorio antiguo. El estudio del pintor era brumoso de humo, pero el sombrero de paja de Miss Hilton la llevaba a regiones infinitas del sol, cerca de los alrededores de Bombay.

En las paredes colgaban cuadros de mujeres desnudas, pero a ella le gustaban los paisajes con puestas de sol, y una tarde llevó a su discípula para mostrarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovejas debajo de un árbol dorado en el atardecer. Miss Hilton buscaba desesperadamente el paisaje, mientras estaban las dos solas esperando al pintor. No había ningún paisaje: todos los cuadros se habían convertido en mujeres desnudas, y el hermoso peinado con trenzas lo tenía una mujer desnuda en un cuadro recién hecho sobre un caballete. Delante de su discípula, Miss Hilton posó ese día más tiesa que nunca, contra la ventana, envuelta en su vestido de terciopelo.

A la mañana siguiente, cuando fue a la casa de su discípula, no había nadie; sobre la mesa del cuarto de estudio, la esperaba un sobre con el dinero de medio mes, que le debían, con una tarjetita que decía en grandes letras de indignación, escritas por la dueña de casa: “No queremos maestras que tengan tan poco pudor”. Miss Hilton no entendió bien el sentido de la frase; la palabra pudor le nadaba en su cabeza vestida de terciopelo verde aceituna. Sintió crecer en ella una mujer fácilmente fatal, y se fue de la casa con la cara abrasada, como si acabara de jugar un partido de tenis.

Al abrir la cartera para pagar las horquillas, se encontró con la tarjeta insultante que se asomaba todavía por entre los papeles, y la miró furtivamente como si se hubiera tratado de una fotografía pornográfica.

Miss Edith Cavell.

El sombrero metamórfico-Silvina ocampo


El sombrero metamórfico
Silvina ocampo


Los sombreros se usan para precaverse del sol o del frío. Los campesinos no pueden prescindir de ellos; los alpinistas, tampoco. No son meros objetos frívolos, decorativos o ridículos. Se usan también o se usaron para saludar, para halagar, para molestar.

¿No conocen la historia del sombrero metamórfico?

Existió en el sur de Inglaterra, en 1890. Cuentan que era de terciopelo verde y tan apropiado para los hombres como para las mujeres. Una plumita engarzada en un anillo de nácar era su único adorno. Este sombrero apareció por primera vez en la casa de un señor inglés, a las ocho de la noche de un mes de marzo. Nadie reconoció ni reclamó el sombrero. Al día siguiente, cuando lo buscaron para examinarlo, no estaba en ningún rincón de la casa. Otra vez, apareció en la casa de un médico, a la misma hora. El médico, creyendo que era de la paciente que acababa de irse, lo guardó en su ropero, cosa que molestó a su mujer. La disputa duró hasta el alba, en que hablaron de divorcio. Otra vez provocó un duelo entre dos jóvenes, amantes de una misma señora. La aparición del sombrero, que llevaba de adorno un anillo, había provocado en ambos la sospecha de una activa infidelidad. El sombrero fue a dar al Támesis, pues no había forma de deshacerse de él; quien lo arrojó fue castigado con veinte latigazos. El sombrero se había oscurecido; algo humano tenía en el lado derecho del ala, sobre el ojo de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo.

—No lo toquen, niños –exclamaban las personas mayores, cuando los jóvenes
se lo probaban.

—Trae mala suerte. Habrá pertenecido a algún brujo o bruja, que se dedica a hacer malas jugadas. Entra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un intruso. Los objetos son como las personas, malas o buenas. Este es malo.

—No es malo –le aseguró un niño a una niña–. Si me lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces.—Y yo Enrique Octavo –dijo la niña, tratando de arrebatárselo.

Por increíble que parezca, la niña se parecía a Enrique Octavo.

Tanto y tanto hicieron que el sombrero fue a dar otra vez al Támesis, y el que lo rescató, un transeúnte cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcitas de seda y lo llevó a la feria para venderlo, con un conjunto de blusa y falda.

En algún diario salió la noticia del sombrero. Adquirió una fama extraña; fue a dar a una sombrerería, que vendía sombreros masculinos y femeninos. Frente al
desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. Durante esas transformaciones, el espejo perdía su claridad por un instante y se llenaba de raras líneas negras y sombras de animales. Probarse aquel sombrero bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. Muchas clientas ofrecían toda su fortuna con tal de comprar el sombrero, pero el precio estaba por encima de sus posibilidades; además, la moda ya había cambiado.

El sombrero seguía colocado en el escaparate más visible y lujoso de la casa. Se dijo que bastaba probarse una vez el sombrero para lograr la cura de una sinusitis, de una angina o de un glaucoma. También se dijo que curaba los males de amor; conseguía enamorar a quien se lo probara, si miraba en el espejo una fotografía del elegido. Estas curas resultaban costosas. El sombrero, de tan manoseado, no se desteñía ni se marchitaba. Dijeron los clientes que lo habían falsificado, con falso terciopelo, que ya no era de ese verde tan delicado, sino de un verdinegro que engañaba a los ojos.

—Tal vez se dedique a la maldad –dijeron ciertos malvados.

—Es un sombrero que se parece a las personas.

No sé si tuvieron razón, pero el mal se apoderó de los ánimos.

—Trae mala suerte, irradia veneno –dijo un sabio, no por maldad sino por sabiduría-. Hay que matarlo.

Lo mataron. ¿Cómo? Nunca se sabrá. Pero dicen que se agitó cuando le arrancaron el ala y que dio un imperceptible grito.

En el espejo quedó por un tiempo un reflejo verde, como el de algunas piedras.




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