martes, 26 de marzo de 2019

Vacas de Belén Sigot


Hace exactamente una hora regresé del Taller Literario que dicta el escritor Luis Salvarezza en el Centro de Jubilados y P. de Colón Entre Ríos.
La propuesta de lectura llevada por Luis fue "Vacas" de Belén Sigot.
Leímos , escuchamos, intercambiamos sentires y pareceres ...
Contundente, cautivante narrativa que seguiremos descubriendo.
Acá entre mate y mate leo sobre la autora.
La nota de la Editorial Municipal de Rosario dice: 


"Construido a partir de un mosaico de historias donde lo siniestro constituye el delicado nervio que las enlaza, la nouvelle Vacas de Belén Sigot elabora un fresco sobre el sentido de lo ominoso en una comunidad rural. Con pulso narrativo tan firme como preciso –hay fraseos de muy buena música–, Sigot compone un texto donde el contrapunto entre la aparición de vacas mutiladas y la llegada al pueblo de una familia comunista es la columna que vertebra una serie de historias en una contundente unidad narrativa que, en forma unánime, hemos decido distinguir como ganadora."

Vera Giaconi, Alan Pauls, Luis Sagasti. Jurado del Concurso Regional de Nouvelle EMR 2017.






Fuente de imagen : http://www.emr-rosario.gob.ar/libro/vacas/

También se puede escuchar una reseña y comentario en un micro sobre literatura : Aire de Santa Fe en el programa Algo que decir con José Graells. 

Comentamos la nouvelle Vacas de Belén Sigot, primer premio del Concurso Regional de Nouvelle EMR 2018


lunes, 25 de marzo de 2019

Las Fotografías - Silvina Ocampo



Colecciono fotografías antiguas. Reales.También virtuales. Me suscribo a todos los sitios en internet sobre fotografías. Comencé un tablero en Pinterest sobre Fotógrafas.  
Lo titulé :La foto. A veces llego a guardar más de cincuenta fotografías por día. Es casi una obsesión. Algo enfermizo diría una amiga.También busco cuentos sobre fotografías. Como este , de Silvina Ocampo

Las Fotografías - Silvina Ocampo

Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, en una silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, de organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano. 
Aquella vocación por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes del accidente, no se notaba en su rostro.

Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María, la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres pibes de la finada, un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue novio de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron los regalos: estaban dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles. Los sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas, despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes, brillaban sobre la mesa. Se me hacía agua la boca. Un florero con gladiolos naranjados y otro con claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el fotógrafo: no teníamos que sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra, ni tocar las tortas, hasta que él llegara.

Para hacernos reír, Albina Renato bailó La muerte del cisne. Estudia bailes clásicos, pero bailaba en broma.
Hacía calor y había moscas. Las flores de las catalpas ensuciaban las baldosas del patio. Los hombres con los periódicos, las mujeres con pantallas improvisadas o abanicos, todo el mundo se abanicaba o abanicaba las tortas y sándwiches. La desgraciada de Humberta, lo hacía con una flor, para llamar la atención. Qué aire puede dar, por mucho que se agite, una flor.

Durante una hora de expectativa en que todos nos preguntábamos al oír el timbre de la puerta de calle si llegaba o no llegaba Spirito, nos entretuvimos contando cuentos de accidentes más o menos fatales. Algunos de los accidentados habían quedado sin brazos, otros sin manos, otros sin orejas. "Mal de muchos, consuelo de algunos", dijo una viejita, refiriéndose a Rossi, que tiene un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los invitados seguían entrando. Cuando llegó Spirito, se destapó la primera botella de sidra. Por supuesto que nadie la probó. Se sirvieron varias copas y se inició el larguísimo preludio al esperado brindis.

En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera de la mesa, trataba de sonreír con sus padres. Dio mucho trabajo colocar bien el grupo, que no armonizaba: el padre de Adriana era corpulento y muy alto, los padres fruncían mucho el ceño, sosteniendo en alto las copas. La segunda fotografía no dio menos trabajo: los hermanitos, las tías y la abuela se agrupaban desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El pobre Spirito tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos ocupaban el lugar por él indicado. En la tercera fotografía, Adriana blandía el cuchillo, para cortar la torta, que llevaba escrito con merengue rosado su nombre, la fecha de su cumpleaños y la palabra FELICIDAD, salpicada de grageas.

—Tendría que ponerse de pie —dijeron los invitados.
La tía objetó:
—Y si los pies salen mal.
—No se aflija —respondió el amable Spirito—, si quedan mal, después se los corto.

Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito tuvo que fotografiarla de nuevo, hundida en su silla, entre los invitados. En la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban a Adriana; les permitieron mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los niños dieron menos trabajo que los grandes. El momento más difícil no había terminado. Había que llevar a Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran las últimas fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la silla de mimbre y la pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la sentaron en un diván, entre varios almohadones superpuestos. En el dormitorio, que medía cinco metros por seis, había aproximadamente quince personas, enloqueciendo al pobre Spirito, dándole indicaciones y aconsejando a Adriana las posturas que debía adoptar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le agregaban almohadones, le colocaban flores y abanicos, le levantaban la cabeza, le abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios. No se podía ni respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de media hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y que los gladiolos naranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia, Spirito repitió la consabida amenaza:

—Ahora va a salir un pajarito.
Encendió las lámparas y sacó la quinta fotografía, que terminó en un trueno de aplausos. Desde afuera, la gente decía:
—Parece una novia, parece una verdadera novia. Lástima los botines.

La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la niña con el abanico de su suegra, en la mano. Era un abanico con encaje de Alenzón, con lentejuelas, y cuyas varillas de nácar tenían pequeñas pinturas hechas a mano. El pobre Spirito no juzgó de buen gusto introducir en la fotografía de una niña de catorce años un abanico negro y triste, por valioso que fuera. Tanto insistieron, que aceptó. Con un clavel blanco en una mano y el abanico negro en la otra, salió Adriana en la sexta fotografía. La séptima fotografía motivó discusiones: si se sacaría en el interior del cuarto o en el patio, junto al abuelo maniático, que no quería moverse de su rincón. La Clara dijo:

—Si es el día más feliz de su vida, cómo no la van a fotografiar junto al abuelo, que tanto la quiere. —Luego explicó—: Desde hace un año esta niña se ha debatido entre los brazos de la muerte, ha quedado paralítica.
La tía declaró:
—Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a su lado en los pisos de baldosa de los hospitales, dándole nuestra sangre en transfusiones, y ahora, en el día de su cumpleaños, vamos a descuidar el momento más solemne del banquete, olvidando de ponerla en el grupo más importante, junto a su abuelo, que siempre fue su preferido.

Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua, pero estaba tan agitada que no podía pronunciar ninguna palabra; además, el estruendo que hacía la gente al moverse y al hablar hubiera sofocado sus palabras, si ella las hubiera pronunciado. Dos hombres la llevaron, de nuevo, en la silla de mimbre, al patio y la pusieron junto a la mesa. En ese momento se oyó de un altoparlante la canción ritual de Feliz cumpleaños. Adriana en la cabecera de la mesa, al lado del abuelo y de la torta con velitas, posó para la séptima fotografía, con mucha serenidad. La desgraciada de Humberta logró introducirse en el retrato en primer plano, con sus omóplatos descubiertos y despechugada como siempre. La acusé en público por la intromisión, y aconsejé al fotógrafo que repitiera la fotografía, lo que hizo de buen grado. Resentida, la desgraciada de Humberta se fue a un rincón del patio; el rubio que nadie me presentó la siguió, y para consolarla le sopló algo al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada, la catástrofe no habría sucedido. 

Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la fotografiaron de nuevo. Todos me lo agradecieron. Destaparon las botellas de sidra; las copas rebalsaban de espuma. Cortaron las dos tortas en tajadas grandotas, que se repartieron en cada plato. Estas cosas llevan tiempo y atención. Algunas copas se volcaron sobre el mantel: dicen que trae suerte. Con la punta de los dedos, nos humedecimos la frente. Algunos maleducados habían bebido ya la sidra antes del brindis. La desgraciada de Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa al rubio. No fue sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a la salud de Adriana, que advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello como un melón. No era extraño que siendo aquella su primera salida del hospital, el cansancio y la emoción la hubieran vencido. Algunas personas se rieron, otras se acercaron y le golpearon la espalda para despertarla. 

La desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de un brazo y le gritó:
—Estás helada.
Ese pájaro de mal agüero, dijo:
—Está muerta.
Algunas personas alejadas de la cabecera, creyeron que se trataba de una broma y dijeron:
—Como para no estar muerta con este día.

El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos dejaron de comer, salvo Luqui y el Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban trozos de torta estrujada y sin merengue, en el bolsillo. ¡Qué injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de Humberta!



Fuente: "Las fotografías" de Cuentos completos I, Silvina Ocampo,  Ed. Emecé.


Silvina Ocampo (1903-1993) fue una escritora argentina, hermana de Victoria Ocampo y esposa de Adolfo Bioy Casares. Fue narradora y poeta, y su obra, junto con la de Borges, Cortázar, Arlt y Sábato, alcanza la cumbre de la literatura Argentina. Sus principales atributos narrativos fueron una inagotable imaginación, el desparpajo o la inocencia pueril de sus personajes para referir los hechos más terribles, la ironía y el humor negro.



                                                  Dorotea Lange



lunes, 11 de marzo de 2019

Escritoras en 1ª persona El cielo se abre - Fernanda García Lao

Fernanda García Lao
El cielo se abre


No sé qué hago con Berta. Tiene cara de idiota. Siempre que voy a lo de Otto me encaja alguna amiga que me distraiga de la miseria. Esta noche entregué el abrigo y ella, un trombón sin funda. Era tarde cuando entramos, toda la noche en vela. Una fila interminable. Se sale mal, con menos plata de la que uno espera. Con mi abrigo comeré una vez. Recibí apenas dos billetes. Berta está indignada y cierra de un portazo. Con amigos así, dice. 

La ciudad recién empieza cuando dejamos la casa de empeños. Tengo frio y no quiero volver a casa, es una heladera oscura. Ni una lamparita quedó.

¿Tenés algo que hacer? Le digo que no. Te invito a ver un muerto. Bueno, le digo. El barrio es lejos. No hay árboles, no hay familias, no hay perros. Pero seguro que ligamos comida.

Berta ya no parece tan idiota, mientras camina va intentando abrir las puertas de cada auto gris estacionado. Son de garca, dice. 

Percibo en ella un tipo de peligro que me atrae. Los madrugadores nos esquivan y nosotros a ellos. Vamos rápido, para entrar en calor. Las nubes negras que me persiguen se diluyen de a ratos.


Cuando llegamos a la puerta del muerto, está cerrada. Deben haberlo enterrado ya, dice. Tardó un montón en morirse. Hace años que anunciaba que le quedaban dos días. Antes de ayer apareció en mi edificio y dijo: el miércoles quiero que vengas a casa porque voy a morirme en serio. Pero hoy es viernes, le digo. Qué cagada, según él, era mi papá. 

Volvemos al centro. Tomamos por una avenida ancha llena de grúas y cemento. La ciudad entera está en obra. Me duelen los pies, cada paso es una futura ampolla. Berta interrumpe mi silencio con observaciones imprevistas. La gente piensa que soy estúpida porque tengo la frente muy salida, dice. Pero el cerebro está en otro lado. Uno piensa con todo el cuerpo. Sí, obvio, le digo, aunque no sé a qué se refiere. Mi cuerpo no cavila. La cabeza tampoco. El ruido de las grúas y la resaca me tienen mareado. Antes de ir a Otto bebo. Así olvido que mi casa se fue vaciando en su casa de empeños. Su negocio es adueñarse de lo que fue mi vida. Debería mudarme ahí. Está todo: la aspiradora, el ventilador, el sofá cama. Lo que no voy a soltar nunca es la petaca de mamá. Duermo en el suelo, abrazado a su sabor.

Berta descubre la puerta de un auto sin cerrar y ocupa el asiento del conductor con naturalidad. Me invita a subir. Dale, vamos. Querés conocer a mi hermana, me pregunta. Se llama Berlin. En realidad, media hermana. Mi papá supuesto no era el suyo. ¿O era al revés?

Parece que va a presentarme a toda su familia. Arrancamos después de varios intentos. Mete los dedos y luego tironea de un cable con la boca. Yo tirito, impaciente. Berta maneja pésimo, acelera y casi atropellamos a un ciego, perro incluido. Por suerte el ciego no puede vernos y sigue caminando sin saber. El perro nos gruñe con los dientes apretados, para no asustar a su protegido. Berta gira en el bulevar y señala unas mesas oxidadas sobre la vereda. Esa es Berlin, dice mientras toca bocina. La hermana está sentada en un bar exterior que parece un pedazo de sábana en la mitad del mundo. Es un palito, la hermana. Dejamos el auto mordisqueando el cordón y al bajar, Berlin me pasa un papel, tiene la lengua dura. El pelo, color violeta. Se sienta con las piernas encogidas por el frío y me mira fijamente. Está intentando seducirme. Berta se da cuenta, pero ni se inmuta. Nos dice vamos y me toma de la camisa. Berlin se roba una botella. Subimos al auto, pero no tiene más nafta. El mozo nos toca la ventanilla. Siempre lo mismo ustedes dos. Pagale, me dice Berlin. Si no, te va a surtir. A nosotras ya nos conoce. Le doy un billete al tipo y me siento un imbécil. Sólo me queda uno.

Vamos a casa, dice la tonta. 

Caminamos los tres por calles destrozadas sin caernos, como disparates sin sombra. La luz de la mañana es tan brillante que no hay proyecciones de oscuridad. Tomamos del pico y de pronto, Berta echa a correr como embobada. Corre y nosotros atrás, intentando prevenirla. Cruza sin mirar y se salva de camiones y motos. Mete la cabeza en la fuente de una placita destartalada. Nos mira sorprendida por el agua, se moja el vestido. Está más borracha que yo. La agarramos de las axilas y a la rastra llegamos a un edificio sin ascensor. 

Berlin no encuentra las llaves y Berta se desmaya en la entrada. Las tiene ella, dice, revisala vos. Abro su cartera. Hay de todo, agito y no suenan. Las tengo encima, dice Berta reanimada. Busco en sus bolsillos y junto a una costilla encuentro el manojo. Subo con ella, besando cada escalón. Berlin abre y yo suelto el paquete sobre la alfombra, agotado. Hay partituras con manchas de grasa en el suelo. Un gato flacucho, que nos ignora, toma agua de una canilla mal cerrada y luego, desaparece. 

Las hermanas se desvisten a medias, terminamos los tres en la cama. Dormimos sin tocarnos mientras la ciudad se agita en la ventana, sirenas sin mar ensordecen el dormitorio.

Es de noche otra vez cuando abro los ojos. Berlin está como perdida con un cigarrillo incendiándole los labios. Entre nosotros, una resaca pesada y tuerta. Una resaca madura, acuchillada, sin perfume. Berlin no se deja tocar, pero Berta se lanza hacia ella igual que un toro, y vomita hacia un costado. Su cuerpo baja rodando hasta el charco de vino, como un ojo en una lata, ruidosa y torpe. Es una tarada, dice Berlin. Y la otra ronca de inmediato. 

Fumamos pensando en las horas muertas y ellas en nosotros. La noche ha quedado rendida, lamiéndose. Estrellada contra la primera luz del día. Berlin se prende un porro y se come el humo. No le gusta perder el protagonismo ni por un segundo.  Me da una pitada humedecida, con su aliento ahí en la punta.

Te gustan las madalenas, me pregunta. Y devoramos un paquete entero. Berta resucita y prepara café a eso de las seis. Se sienta en el suelo a tomarlo, nos mira en contrapicado con el ceño fruncido.

¿Vamos a lo de Otto? Los sábados no abre, le digo. Por eso, me responde.

Nos duchamos los tres al mismo tiempo y de la risa nos queda pegado el champú en lugares raros. Soy tímido, digo. Y yo qué culpa tengo, Berta me frota cada nalga.

Juntemos herramientas y nos vestimos de rojo. Con medias de lycra y bombachas en la cabeza. Que parezca una joda, dice Berlin. Cuanto más nos miren menos nos verán.

El cielo está roto cuando salimos a delinquir. Yo de negro, ellas de rojo. Paramos un taxi en la primera esquina. Pero damos otra dirección, a la vuelta de Otto. Si se quieren enfiestar, cuenten conmigo, dice el peladito que maneja. Ninguno lo registra. Mi petaca es más interesante. Al llegar, el tipo se ofrece a cambio del viaje y preferimos pagarle para que se vaya. Con mi último billete. 

Caminamos hasta la casa de empeños. La calle está en silencio, hubo un corte de luz y aun el día no se decide. Ninguna cámara funciona, todo está de adorno en el mundo, dice Berta.

Tocamos el timbre de Otto por si acaso y nada, no viene. Sacamos una llave cualquiera para dejar atravesada en la cerradura. De un golpe, Berlin la quiebra con un trozo de vereda. Por si vuelve, dice. Vos rompé el vidrio de la ventana chiquita, me pide Berta, la que da al sótano. Y me da su cartera. Es tan pesada que lo destroza de un golpe. Todo lo que necesito está ahí, dice ella. Un par de zapatos, la poesía de Bolaño y un discman viejo que no puedo soltar porque tiene adentro un Nino Rota.

Berlin aparta los vidrios y se desliza hacia abajo. Le sobra espacio de lo esmirriada que es. Nos abre desde adentro por la puerta de atrás. Berta camina hacia el estante de las linternas y nos da una. No hay que prender la luz, susurra. 

Enseguida veo el abrigo. Mis cosas están todas juntas, con carteles que repiten mi nombre. Me veo periódico en objetos de poco valor. Yo yoyo, entre formas que había olvidado, como el esqueleto de una juguera inmunda que heredé de alguien de la familia. El juego completo de living, los candelabros de mamá. Ese olor intenso que junta la vida de uno. Berlin se prueba un sombrero con pluma que dice Norberto, y Berta unas botas hasta la rodilla, sin nombre. El pasado está lleno de hongos, dice. Nos reímos como niños un poco muertos. Elijo un tapado mejor que el mío, con corderito teñido de azul. 

Cuando estoy revisando los cajones del secreter de mi abuela, escuchamos el giro nítido de una llave en el piso de arriba. Me agacho tras la vitrina donde mamá guardaba la platería, ahora llena de polvo, y veo que las hermanas hacen señas de luz con las linternas para marcar el camino hacia la puerta del fondo. Pero los pies de Otto ya están bajando la escalera, a pocos metros de mí. Enciende la luz de golpe y las ve, las corre y ellas, entre risas, tiran un par de secadores de pie que le traban el paso. Putas, grita Otto. Y agarra un sable que hasta ese momento colgaba inofensivo de la pared. Cierra la puerta de un golpe. 

Me quedo solo, desconcertado. Dudo. Sin ellas, vuelvo a ser yo: un borrachín en decadencia, sin ideas ni valor. Cuento hasta mil sin decidirme. El sol se mete en los estantes y golpea las vitrinas. Salgo de mi escondite sin quitarme el abrigo de cordero y camino hacia la puerta, pero no abre. Me lleno los bolsillos de cosas de Rubén, Jorge y María Luisa. Luego vuelvo a dejarlos en su lugar, no quiero quedarme con el karma de nadie. Busco algo contundente para enfrentar a Otto y luego contemplo opciones para suicidarme. Encuentro una lata de galletas. Pruebo una y no está mal. Trago varias de un saque. Estoy famélico. La desesperación me lleva hasta la caja registradora. Vacía. Hago círculos con mis pasos, y así encuentro el libro de Bolaño que Berta olvidó en el suelo. Abro al azar. La muerte es un automóvil/con dos o tres amigos lejanos. Me siento a leer. 

Ciento sesenta y nueve páginas después, decido acomodarme en el canapé de mamá porque me duele el cuello. Incluso prendo nuestra vieja lámpara, la del cisne cromado. Lleno la petaca con gin del bueno y la guardo en el abrigo. Hacía tiempo que el mundo no me regalaba un momento de armonía.

Cuando Otto regresa, me despabilo. Por suerte, la columna me tapa y no me ve. Sube la escalera en automático con una hermana en cada brazo. En pedo, los tres. Ni siquiera cierran la puerta. Apago la lámpara y me dispongo a salir, pero entonces los escucho cabalgar en el piso de arriba. Berta pide a gritos que le devuelva su trombón y Berlin, reclama cierto clarinete. Otto dice que sí a todo. Más fuerte, pide con la voz de un loco o de un vendedor. Subo despacio y me asomo a un dormitorio lleno de trastos, sólo por curiosidad. 

Ahí están los tres, subidos a un potro mecánico que gira. La panza de Otto domina el cuadro. Las hermanas vuelan como cometas rojas sin dirección. Aletean contra las cortinas. Retrocedo en silencio, bajo la escalera. 

Huyo con el libro, el abrigo y las galletas. El cielo se abre.



El cuento por su autora



Este cuento recrea partículas de mi pasado. Hubo noches así, noches de desventura y comicidad, en las que conocí a gente tan perdida como yo, la que yo era entonces. Gente un poco border, un poco ingenua, a la que el destino mortificaba de manera intermitente, que pasó a mi lado un tiempo breve, por lo general, hasta el amanecer. Caminé Madrid mil veces, de noche, sin plata para el metro. Conocí a hombres y mujeres, músicos, poetas o delincuentes, siempre pobres, inquietantes. Luego Buenos Aires me entregó su divino perfil menesteroso, y caminé igual. En esos trayectos, tuve hermanos por azar que perdí en el camino. Pero permanecen intactos, en la memoria. Bueno, no. Intactos no, llenos de máculas. Reescritos. Aquí el narrador está inspirado en un ser de edad indefinida al que conocí en Madrid una de esas noches, con mi amiga Sonia. Nunca le preguntamos el nombre, para qué. Pero lo invitamos a tomar chocolate con churros, un seis de enero a las seis de la mañana. Estaba seco. Vivía, según dijo, en un cuartito de mala muerte en Malasaña. Cuando Malasaña era sucio y verdadero. Cada semana se veía obligado a empeñar algún objeto, que nunca lograba recuperar. Así, había perdido casi todo. Vestía un trajecito maltrecho y anotaba poemas que parecían manchas de mosca en su anotador. Salimos a fumar y lo perdimos. No lo volvimos a ver. Mi amiga Sonia podría ser una de las hermanas de este cuento. Yo sería la otra, si no fuera porque soy los tres. Cada frase soy. Las palabras y las ideas son los órganos preferidos de mi cuerpo. Me recuerdan que no existo salvo cuando me comunico con alguien. Aunque sea breve, lo que dura un cuento.

Fuente: 
https://www.pagina12.com.ar/165851-el-cielo-se-abre




martes, 5 de marzo de 2019

Escritoras en 2ª persona -Silvina Ocampo -Anillo de humo

ANILLO DE HUMO             (cuento)
Silvina Ocampo
                                                                                     A José Bianco


                                                                 Silvina Ocampo

Recuerdo el primer día que viste a Gabriel Bruno. Él caminaba por la calle vestido con su traje azul, de mecánico; simultáneamente, pasó un perro negro que al cruzar la calle, fue atropellado por un automóvil. El perro, aullando porque estaba herido, corrió junto al paredón de la vieja quinta, para guarecerse. Gabriel lo ultimó a pedradas. Desdeñaste el dolor del perro para admirar la belleza de Gabriel.

¡Degenerado! ­exclamaron las personas que te acompañaban.

Amaste su perfil y su pobreza.Una tarde de Navidad, en la quinta de tu abuela, repartieron en las caballerizas (donde ya no había caballos sino automóviles), ropa y juguetes para los niños del barrio. Gabriel Bruno y una intempestiva lluvia aparecieron. Alguien dijo:

Ese chico tiene quince años; no tiene edad para venir a esta fiesta. Es un sinvergüenza y, además, un ladrón. El padre por cinco centavos mató al panadero. Y él mató un perro herido, a pedradas.

Gabriel tuvo que irse. Lo miraste hasta que desapareció bajo la lluvia.

Gabriel, hijo del guardabarreras que mató no sé por cuántos centavos al panadero, para ir de su casa al almacén pasaba todos los días, con la esperanza tal vez de verte, por un callejón que separaba las dos quintas: la quinta de tu tía y la quinta de tu abuela materna, donde vivías.

Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo oscuro, para ir al almacén o al mercado, y lo esperabas con el vestido que más te gustaba y con el pelo atado con la más bonita de las cintas. Te reclinabas sobre el alambrado en posturas románticas y lo llamabas con tus ojos. Bajaba del caballo, saltaba el zanjón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, tus amigas, que no lo miraban. ¿Qué prestigio podía tener para ellas su pobreza? El traje de mecánico de Gabriel las obligaba a pensar en otros varones mejor vestidos.

Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día entero, en vano. Ellas no conocían los misterios del amor.

Todos los días, a la hora de la siesta, corriste sola al callejón. De lejos brillaba la cinta de tu pelo como un barco de vela en miniatura o como una mariposa: la veías reflejada en la sombra. Eras la mera prolongación de tu sentimiento: el cirio que sostiene la llama. A veces, en el camino, se desataba el moño; entonces, colocando la cinta entre tus dientes, te recogías el pelo y volvías a atarlo, arrodillada en el suelo.

Como tenía que haber un pretexto para que pudieras hablar con Gabriel inventaste el pretexto de los cigarrillos: llevabas plata en tu bolsillo, se la dabas a Gabriel para que fuera al almacén a comprarlos. Después fumaban, mirándose en los ojos. Gabriel sabía hacer anillos con el humo y te los soplaba en la cara. Reías. Pero estas escenas, tan parecidas a las escenas de amor, iban penetrando en tu corazón apasionado. Una vez unieron los cigarrillos para encenderlos. Otra vez encendiste un cigarrillo y se lo diste.

Era en el mes de enero. Jubilosas las chicharras cantaban con ruido de matraca. Cuando volviste a la casa, oíste que tu padre hablaba con tu madre. Era de ti que hablaban.

Estaba en el callejón, con ese atorrante. Con el hijo del guardabarreras. ¿Te das cuenta? Con el hijo del que mató al panadero por cinco centavos. Hay que ponerla en penitencia.

Son cosas de chica, no hay que hacer caso.

Tiene once años ya, ­dijo tu madre.

No se atrevieron a decirte nada, pero no te dejaban salir sola. Fingías dormir la siesta y en vez de correr al callejón, después de almorzar, llorabas detrás de las persianas o del mosquitero.

Oíste, entre el casero y un ciclista, un diálogo insólito: hablaban de Gabriel y de ti. Dijeron que Gabriel se vanagloriaba en el almacén hablando de los cigarrillos que fumaban juntos. Decían que te había dicho palabras obscenas o con doble sentido.

Te escapaste a la hora de la siesta, corriste al cerco, para perder tu anillo. Gabriel pasó a la hora de siempre. Fuiste a su encuentro.

Vamos ­le dijiste- a las vías del tren.

¿Para qué?

Se cayó mi anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al río.

Verdad y mentira salían juntas de tus labios.

Fueron, él a caballo y tú caminando, sin hablarse. Cuando llegaron a las vías del tren, él dejó su caballo atado a un poste y tú te arrodillaste sobre las piedras.

¿Dónde perdió el anillo? ­te preguntó, arrodillándose a tu lado.

Aquí ­dijiste, apuntando el centro de los rieles.

Bajaron las señales. Va a pasar el tren. Salgamos de aquí ­exclamó con desdén.

Quiero que nos suicidemos ­le dijiste.

Te tomó del brazo y te arrastró afuera de las vías, justo a tiempo. Las sombras, la trepidación, el viento, el silbato del tren, con mil ruedas pasaron sobre tu cuerpo.

Para Semana Santa, Gabriel te siguió hasta la iglesia. Lo miraste dentro del aire con incienso de la iglesia, como un pez en el agua mira un pez cuando hace el amor. Fue la última entrevista. Durante veranos sucesivos, lo imaginaste deambulando por las calles, cruzando frente a las quintas, con su traje de mecánico azul y ese prestigio que le daba la pobreza.

(Silvina Ocampo, Las invitadas, Editorial Losada, 1961).

Escritoras en 1º Persona- Hebe Uhart Un día cualquiera

Un día cualquiera de Hebe  Uhart



Me despierto a las cinco o a las seis y pongo la radio para saber la sensación térmica. Una vez, una conocida dijo despreciativamente, en general: “Necesitan escuchar la sensación térmica para saber si tienen frío o calor”. Yo no le dije nada, pero soy muy sensible a ese tipo de apreciaciones que corresponden a la estética del alma. Porque va más allá de mí: necesito saber la temperatura y la hora. Me fastidia cuando la CNN, después de cada programa (cada media hora), pasa la temperatura de todas las ciudades del mundo; en Estambul siempre hace frío y a Buenos Aires le encajan como siete grados de más de los que hay realmente. Cuánta impostura.

También quiero saber la hora, y algo más poderoso que yo me lleva a mirar el reloj de pared; antes tenía idea de la hora que era, ahora no, miro el reloj y si son las dos, digo: “A dormir de nuevo”. Pero por mí podrían haber sido las siete. Para dormirme repito listas de nombres de la A a la Z: Abraham, Abdel, Abenámar, Abdocia, Abdullah. Y son todos nombres que existen. Pero cuando estoy contenta por algo y siento que el mundo me aprueba, me invento algún nombre. Y también cuando estoy en baja o muy cansada. (Uno solo.) Si uno repite la cadena de nombres a la siesta en la misma sucesión, se duerme. Y entonces empiezo a pensar: “¡Qué curioso es el cerebro!”. Por eso es mejor ni menearlo porque entonces el sueño se va. Antes no. Para dormirme usaba una lista de ofensas y deudas a cobrar con un novio que había tenido. Varios años usé la lista, las ofensas tenían que llegar a veinte. Eran más o menos así:

1) Me dejó plantada.

2) Armó un escándalo porque yo le conté que una señora dijo la palabra “merendero”.

3) Desapareció por quince días.

4) Me dijo que fuera a fumar a la habitación de al lado.

Y todo así. Me aburrí cuando quise llegar a veinte y no encontraba, así que cambié por los nombres; hay muchísimos más.

Bueno, si son las seis y no es sábado prendo la radio Continente y ahí está todo el equipo amigo mío. Llegan siempre a la misma hora y conduce Pérez, que a veces es un poco primario en sus juicios literarios, me parece que es creyente, me cae simpático en general. Más tarde viene Antonio Terranova, que es editorialista, tiene el derecho de hacer reflexiones sobre lo que ocurre y lo que no ocurre; a veces va bien, a veces la pifia, porque cree que tiene él derecho de hacer observaciones de todo tipo sobre la marcha de las cosas del país y del mundo. Se hace preguntas del tipo de: “¿No nos estaremos volviendo un pueblo de...?”. Y ahí ya no me gusta, porque si algo no me gusta son las profecías. Ni las de la Biblia ni las ecológicas. El sábado no la prendo porque está Fernando Cuenca con un programa agropecuario de tres horas. Dice: “Vaca preñada usada”, “saldo remanente”, “vaca vieja para conserva”; también habla de la diarrea del ganado. Entrevista a personas que hablan del gusano de la soja. Cuando él empieza el programa, pide la bendición a la Virgen de Luján y me vienen ramalazos del aspecto triste del interior del país, donde las oficinas grises que funcionan en casas viejas tienen una imagen de la Virgen de Luján y afuera están las vacas preñadas o sin usar. Y no quiero que el interior se me vuelva triste, yo no digo “vaca usada”. Pero a veces lo escucho igual los sábados porque entrevista a un ingeniero agrónomo; no me acuerdo de su nombre porque no importa: importa la voz. Es un hombre grande y tiene la voz pausada, como de quien ha tomado suavemente las riendas de su vida, habla con mucha claridad, como si los demás fueran un poco niños, y logra tranquilizar a Fernando Cuenca, que debió ser siempre un atropellado, que termina diciendo: “Lo que escucha el campo argentino” con tono altisonante. Si se creerá representante del campo, que si vivió en él, seguro que lo pateó un caballo; y si lo mandaron a reeducar al campo, seguro que se metió en todos los lugares equivocados y se dedicó a correr a los pollos. 

En cambio, con el ingeniero agrónomo me casaría. Mejor dicho, no sé si me casaría a esta altura de la vida, pero me gustaría pasar una larga temporada con él en una casa de campo (si la tiene) o de un pueblo, para que me explique qué es un novillo liviano, qué quiere decir “vacas de invernada y cría”, y todas esas cosas. Seguro que a los diez minutos me olvidé de todo, pero para escuchar esa voz. Pero no es cuestión de quedar enchufada a la radio todo el día. Entonces me digo: “Dale, Catriel, que es polca” (se lo decían al indio Catriel para que bailara a buen ritmo) y me cambié el ritmo. Debo levantar la copita que dejé en la mesa de luz para tomar una pastilla a la noche. Las copitas son preciosas, son como campanillas, pero tienen dos defectos: que se caen y se rompen inmediatamente, y que tienen una costura. Y yo no se las vi. Es como si estuvieran hechas con sobras de algún material, y otra vez me acuerdo de esa conocida cuando decían que precisan saber la sensación térmica para saber si tienen frío o calor. También me peleó una vez por un tema de copitas o tacitas. Yo afirmaba que si me gustaba la forma de una taza o vaso, no me importaba si eran ordinarios o finos. Entonces ella dijo: “Vos no apreciás el trabajo humano, ni la cultura que producen la porcelana, etcétera”. Voy a apreciar el trabajo humano; me voy a poner unas medias un poco mejores. Dios mío, ¿cómo es que salgo a la calle con esas medias? Hoy las vi bien, y me doy cuenta de que son imposibles. Un día uno ve algo que siempre había visto bien con malos ojos. Pero oscilo tanto que lo veo con malos ojos, y a lo mejor dentro de dos horas veo lo mismo con buenos ojos. Entonces las dejo en un lugar del placard, que es como el limbo de las medias, los pulóveres y otras cositas. Un día voy a ordenar ese limbo, sí, pero no hoy. Después de todo es bueno esconder cosas, olvidarse de que se las tiene y descubrirlas como si fueran nuevas. ¿Será eso un atisbo de vejez? Siempre me acuerdo del mito del brujo Titonio y la sibila Cumana, que hablaba sola encerrada en una burbuja. Yo hago como el brujo: voy de la cocina a la pieza llevando y trayendo cosas; me olvido de una y vuelta a la pieza. ¿Qué me deparará la vejez? ¿Daré vueltas en redondo sin sentido ni objetivo visible, o iré a buscar una papa o una toalla con un gesto de decisión heroica? Vaya uno a saber. A eso hay que contrarrestarlo: voy a salir a caminar, caminar cambia los pensamientos y entona las tabas.

Bueno, hay que caminar. Pienso primero en qué rumbo tomar. Tengo pocos, el norte, el centro-norte, por Córdoba hasta Serrano, y si estoy muy contenta, unas cuadras hasta los barcitos de Palermo Viejo. No bien llego a “El taller” o a cualquier otro, me pongo contenta: la gente toma sol en las veredas mientras atan sus perros por ahí, y en la placita de enfrente hay una feria. El contento me dura poco; hay gente ociosa desde temprano y todo ese lugar me hace pensar en una vida de permanente ociosidad, leyendo el diario al sol, después llevar un poco el perro a la plaza, la feria... Además, el camino que me lleva hasta ahí desde Córdoba es oscuro, ni el sol logra aclarar esas moles que parecen viejos dromedarios. Puedo ir derecho al norte y llego a Palermo, pero lo tengo muy gastado y además el pasaje entre Almagro y Palermo es duro para atravesar: es una zona en la que venden bulones, tuercas y tuercones, parece tierra de nadie. Y además mi sentido de justicia me dice que no puedo andar siempre por los mismos caminos, le voy a dar una oportunidad al oeste. Mi sentido de justicia es así: un poquito para cada barrio, un poquito para cada comerciante, cuando hace mucho que no vuelvo a un comercio, me acuerdo y digo: debo ir allá. Le voy a dar una oportunidad al oeste, voy a caminar por Rivadavia hasta Primera Junta, aunque también pienso en un negocio que se llama “Los diseños del alma”, que queda por el Abasto, pero no quiero exponerme a una desilusión si cambio de rumbo, porque siempre lo vi cerrado y tiene una vidriera oscura y sucia. Voy a Rivadavia, que se va poniendo tan ancha a medida que avanzo que me recuerda la llanura, más allá está el campo. Rivadavia está flanqueada por moles, pero son más claras que las de Serrano: rojizas, amarillentas y marrón claro. Es tan ancha la calle que uno ve llegar el 26 desde lejos. 

Los colectivos a esa altura no irrumpen; van viniendo con cierta solemnidad no exenta de cortesía. El 26 dobla por varias laterales, como si dijera: “Si usted vive por acá, yo lo dejo”. Si yo hubiera nacido en Caballito y permanecido allí toda la vida, me hubiera casado con un maestro mayor de obras que quiso ser ingeniero, pero no pudo llegar porque tuvo que contribuir en su casa; pero, a cierta altura, hubiéramos pasado de una casa baja a un departamento de paredes rojizas con un poco de dorado en la puerta (el dorado da brillo a las ilusiones) y sería como esa señora que sale ahora bien arreglada, con su pelo rubio oscuro. Está bien arreglada, pero orgullosa de ser una persona de trabajo; más aún, le gusta que le vean sus manos gastadas. Están gastadas porque trabajó en pulir el dorado de la puerta y en cuidar mucho, mucho a su marido, como yo hubiera cuidado al maestro mayor de obras hasta que fuera viejito y también al perro, fabricándole tapados para el invierno. Tapados escoceses, porque el escocés queda fino. Y llegó la hora de los perros, la del peludito de patitas tiki tiki que marcha decidido y va otro con cara de rectángulo, al que yo llamo “cara de candado”; me asombra esa cara. Hablo con la dueña de un perro de ésos y le pregunto:

–¿Se acostumbró, señora, a la cara de su perro?

–¡Cómo no, señora, si es un santo!

La virtud atraviesa las apariencias más inverosímiles. En mi barrio hay uno diminuto, la dueña le pone una hebilla en el pelo y pesa un kilogramo. Una vez hablé con la dueña y me dijo:

–Es nena y se sofoca con el pelo en la cara.

Cómo no se va a sofocar si es más pelo que cuerpo. En Almagro les ponen nombres más fantasiosos a los perros, como Madonna y Beethoven; en Caballito son más tradicionales, se llaman Batuque y Colita. Sí, en Caballito los graffitis son correctos. Son así:

“Iglesia = Censura”

“Combatiendo al capital”

“Rock alucinado”

“La gran maula”.

En Almagro se usa escribir jeroglíficos ilegibles, nombres de bandas de rock escritos con pintura roja y negra, desprolijos, y muy claramente “Lucas puto”.

No prospera mi conversación con las dueñas de los perros y es porque yo tomo la iniciativa con un elogio: “¡Qué lindo perro, qué bien abrigado!”, etcétera. ¿Y la gente qué me va a decir, qué lindo bolso? Se limita a responder. El otro día le conté a una mujer lo que hicieron los perros del departamento octavo. Sacaron todo al balcón, pero parecía que tuvieran un objetivo premeditado: un día estaban en el balcón restos de Harry Potter, la boleta del teléfono, papel higiénico; ese día, papel. A la tarde siguiente sacaron calzado: botas, chancletas y zapatillas. Y la última vez rompieron todo lo de balcón; bolsas de carbón y macetas; o sea, una ruptura temática. La señora sólo me dijo: “Y sí, son muy rompedores”. Nada más. Yo empecé con: “No deberían esos perros grandes estar en un departamento”. Y no es que crea eso, con lo que me divertiría si hubiera algún elefante, pero lo digo por decir cualquier cosa. “No deberían” es mi especialidad, pero he notado que los discursos sobre el deber no prenden. Y ahí me quedé, medio embarazada, sin saber qué otra cosa decir porque ella iba por el mismo camino que yo, le dije: “Bueno, hasta luego”. Ella atrás y yo dos metros más adelante, con ganas de darme vuelta.

Pero por suerte ya llegó otra hora del día, hay un tráfico que mata, ya pasó la hora en que la única luz es la de las panaderías. La luz de las panaderías sale difusa y tenue, como si viniera de un hornito central, sale la luz y el olor a pan todo junto. Ahora llega la hora de los chicos del colegio, con sus grandes mochilas. Es hora de tomar un café. Yo agradezco tanto que pasen las horas y que cambie el movimiento de la calle, cuando uno cree que sólo va a haber panaderías abiertas, al rato van los chicos a la escuela y cuando salgo del café ya se ve un movimiento frenético. Como he estado leyendo, me distraje del tiempo; llega la hora de los empleados empilchados rumbo al microcentro. Yo en el café leo sobre historia argentina y también sobre la vida de los animales. Según el café, llevo un libro de cada rubro; a los que están cerca de mi casa, donde los mozos me conocen, no llevo libros de animales porque tienen grandes ilustraciones, tengo una de un mono dándole el desayuno a un bebé con una cucharita. Tengo miedo de que los mozos vean que miro eso y piensen que me falta un piolín. Los que más me gustan son los libros sobre chimpancés: recuerdo el momento exacto en que compré Nuestros primos los monos. Y a ése no lo presto ni lo prestaré. Si yo tuviera otra vida iría al Africa para investigar la vida de los chimpancés, anotando los progresos todos los días en una libreta. Parece que después de dos años uno logra que el chimpancé dé la mano. Lo mismo pasa con los delfines; un hombre entrenó a uno y a los cinco años le dijo: “Papá”. El hombre lo abandonó diciéndole secamente: “Yo no soy tu papá”. 

Yo no quiero defraudar a nadie, ni que nadie me defraude; tampoco quiero producir una mala impresión. Por eso a veces voy a esos cafés enormes, donde el mozo no mira a nadie, y cambio constantemente de sitio porque, si no, pensarán: “¿Quién es esa mujer que se pasa la vida leyendo y anotando?”. A veces deseo que el mozo o el diariero me vean con alguien, para que no crean que mi vida se reduce a estudiar, siempre sola. Las raras veces en que voy con alguien, a la mañana, paso delante del quiosquero y del mozo con aire de triunfo.

De ninguna manera me voy a quedar en la calle hasta las doce porque los asuntos se acumulan y se paran en seco, uno tras el otro, y producen un chirrido que indica el fin de la mañana. A esa hora empiezo a confundir los carteles: donde dice “Resfriol”, leo “refrán”. ¿Y qué será eso de cambiar caprichosamente los nombres, como si tuvieran que ser los que yo pienso? Hago lo mismo con los nombres de las personas, si se llama Liliana pero le veo cara de Gabriela, la pienso Gabriela. Por suerte debo volver para ver si recibí mensajes, alguien me debe haber llamado. Pongo el contestador y una voz me dice:

–Usted no ha recibido ningún mensaje.

Y me parece que la voz suena contenta de que yo no haya recibido ningún mensaje y que en algún lugar alguien sabe que yo confundo los nombres y leo libros de monos; ese alguien piensa que yo no los merezco. Pero después llama uno que me ofrece banda ancha, otro Jardín de Paz y tocan el portero eléctrico los miembros de la secta de los Niños de Dios. A todos les digo que no de mal modo. No quiero nada, ni parcela en el cementerio, ni tarjeta, ni el mensaje del Señor. Por mí se van todos a la mierda. Pero de vez en cuando aparece uno o una que pregunta con aire picarón: “¿Sabés quién soy?”. No quiero dar a entender que no sé y les doy un poquito de charla; pero por una parte estoy dura para las voces y sólo registro las que oigo siempre; no me rindo, sigo la charla un ratito, pero se hace insostenible; quiero saber sin que me diga. Del otro lado me dicen alegremente:

–No sabés quién soy.

–No –contesto como una estúpida cazada en una trampa. Casi siempre es alguien que no me interesa: una ex compañera de colegio que quiere hacer no sé qué y todo así.

–No, no puedo ir.

No puedo, no quiero, no debo. ¿Todo no?

Voy a tender la ropa en perchas en memoria de Arturo, gran lavandero de ropa; se encerraba en el baño y lavaba su ropa en la bañadera dándole grandes golpes que sonaban como palazos; nunca pude ver con qué golpeaba porque se encerraba para esa actividad; después salía raudo al balcón y yo lo veía de perfil. Voy a cocinar con pocos tachos en memoria de mi mamá, que decía: “Cuanto menos se saque, mejor”. Y también hago la cama porque también decía que una casa con las camas hechas y los platos lavados es otra cosa. También doy vuelta el pan, en memoria de mi papá, que decía que el pan no debe estar dado vuelta sobre la mesa y que el dulce de tomate se come con nueces.

Voy a cocinar y me asombro de mi eficiencia porque hace poco que la adquirí. Cómo me vino, no sé, pero un día me di cuenta de que podía hacer tres cosas al mismo tiempo, por ejemplo, poner a hervir el agua, llenar la bañadera y hablar por teléfono. Y con esta nueva habilidad mis gestos son mínimos, echo sal y pienso en otra cosa, echo sal con el mínimo movimiento, no como antes, que me parecía que echar sal era un acontecimiento o miraba el agua de la pileta hasta que desagotara como si fuera un misterio, o esperaba hasta que hirviera el agua, no sé qué creería, que no iba a hervir si no la miraba. Me viene como un orgullo de verme tan canchera, que se desbarata cuando voy a la pieza: tengo medias amontonadas debajo de la almohada, para más calor o más frío. Ahí hay un nido. No me gusta que toda la casa se vuelva un nido de gallina. Otro nido tengo en el placard, con ropa que no es ni limpia ni sucia. ¿Dónde va esa ropa? Al limbo. Esa ropa es por si acaso, vaya a saberse, en caso de... Al limbo mandó Dios cuando no pudo decidir si irían al cielo o al infierno. Habrá pensado: “Quién sabe, más adelante cuando haya lugar, por ahora...”. Pero lo que sí me gusta mucho es mandar cosas al infierno, o sea, tirarlas a la basura. Lleno con placer el tacho y pareciera que las cosas me dijeran: “Tirame”. Tan a mi mano y a mi vista se ponen que me asusta la próxima etapa. ¿Qué pasará? ¿Los objetos saltarán directamente a mi mano? Está nublado. Voy a regar las plantas en memoria mía.

Ahora cierro la cortina para dormir la siesta; la voy a dejar cerrada mucho tiempo para que los vecinos crean que desarrollo alguna actividad importante fuera de mi casa, como si tuviera obligaciones que me requieren; me voy a dormir la siesta y empiezo con la “E”; me pongo contenta cuando descubro nombres nuevos (rara vez) y me conformo con no olvidar los que ya sé. ¡Se me están acabando las letras, me voy aburriendo! ¿Qué voy a hacer? Bah, me quedan los países y los ríos, aunque de ríos sé poco; los ríos se me aparecen como algo opacado y deprimente. Sueño y nunca me acuerdo de los sueños de la siesta, como si fuera un dormir absurdo. Tampoco hago mucho esfuerzo por acordarme; falta mucho para terminar el día. ¿Para hacer qué? ¿Para hacer qué? A las cuatro de la tarde no se me ocurre nada. Se me atasca la mente y aunque diga: “Dale, Catriel, que es polca”, es inútil; yo creo que se me sulfata el cerebro. Hay unas cuantas pavadas por hacer; ordenar los impuestos, ir a hablar desde el locutorio a una conocida del sur para... Antes yo ordenaba los impuestos y creía hacer algo necesario. Ahora me parece que si están ahí nadie los va a robar. Porque pienso que debería hacer otra cosa, ¿pero qué? Ir al locutorio es para mover las tabas, y si no la encuentro a mi conocida me da igual. Antes yo creía que era absolutamente necesario llamar; ahora pienso que me muevo por moverme, nomás. No es bueno descubrir lo que está detrás de lo que uno hace, pero cuando lo sabe, es como que no hay más remedio. Antes, cuando llegaba el sábado, yo creía que debía salir o hacer algo que corresponda al día sábado. Como agasajándolo porque viene; era como si no estuviera segura de que el sábado fuera a llegar; ahora sé que viene el sábado y el domingo y todo el almanaque entero; hago cualquier cosa cualquier día. ¿Qué voy a hacer? Podría caminar un poco a la tarde, pero debo poner coto al “todo vale” porque se me hace que caminar a la tarde es un acto absurdo. ¿Para qué está hecha la tarde? Para esperar el atardecer; quiero ver cómo atardece. Está mal decir “se hizo de noche” porque no se hace de repente. A la mañana, sí; el sol sale de repente; ilumina todo. A la tarde se va haciendo lentamente de noche. Ahora el tiempo me parece paradójicamente más corto y más largo a la vez. No suspendo el tiempo en función de algún hecho central en el que antes ponía todas mis fantasías; ahora es como si todo fuera importante e irrelevante a la vez. Y si el tiempo se ha adueñado de mí, me parece que me he hecho a la vez más dueña del tiempo. Ojalá que me dure.

Hebe  Uhart

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lunes, 4 de marzo de 2019

Guiando la Hiedra Hebe Uhart



Guiando la Hiedra
Hebe Uhart ( 1936-2018)



Aquí estoy acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas. Me produce placer observar cómo crecen con tan poco; son sensatas y se acomodan a sus recipientes; si éstos son chicos, se achican, si tienen espacio, crecen más. Son diferentes de las personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida. En eso pienso cuando riego y trasplanto y en las distintas formas de ser de las plantas: tengo una que es resistente al sol, dura, como del desierto, que tomó para sí sólo el verde necesario para sobrevivir; después una hiedra grande, bonita, intrascendente, que no tiene la menor pretensión de originalidad porque se parece a cualquier hiedra que se puede comprar en todos lados, con su verde tornasolado. Pero tengo otra hiedra, de color verde uniforme, que se volvió chica; ella parece decir: "Los tornasoles no son para mí"; ella responde creciendo muy lentamente, umbría y segura en su cautela. Es la planta que más quiero; de vez en cuando la guío, yo comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero guiar. A la hiedra tornasolada a veces le digo "estúpida" porque hace unos arabescos al pedo; a la planta del desierto la respeto por su resistencia, pero a veces me parece fea. Pero me parece fea cuando la veo con la mirada de otras personas, cuando viene visita: a mí en general me gustan todas. Por ejemplo hay una especie de margarita chica, silvestre, que la llaman flor de bicho colorado; no sé con qué criterio se la distingue de la margarita. A veces miro mi jardín como si fuera de otro y descubro dos defectos: uno, que pocas plantas caen graciosamente, con cierta frondosidad y movimientos sinuosos: mis plantas son como quietitas, cortitas, metidas en su maceta. El segundo defecto es que tengo una gran cantidad de macetitas chicas, de todos los tamaños, en vez de grandes macizos estructurados, bien pensados; porque fui demorando mucho esa tarea de tirar lastre, digamos y la misma expresión, tirar lastre, o sanear, referida a mis plantas, tiene algo de maligno. Fui demorando todo lo posible el uso de la malignidad necesaria para sobrevivir, ignorándola en mí y en otros. Vinculo la malignidad a la mundanidad, a la capacidad de discernir inmediatamente si una planta es flor de bicho colorado o margarita, si una piedra es preciosa o despreciable. Vinculo o vinculaba malignidad a desprecio electivo en función de algunos objetivos que ahora no me son extraños: el trato con gente, con mucha gente, los rencores, la reiteración de personas y situaciones; en fin, el reemplazo del asombro por el espíritu detectivesco me contaminó a mí también de maldad. Pero me siguen asombrando algunas cosas. Yo hace cuatro o cinco años había rogado a dios o a los dioses que no me volviera drástica, despreciativa. 

Yo decía: "Dios mío, que no me vuelva como la madre de 'Las de Barranco'". La vida de esa madre era un perpetuo aquelarre; invadía los asuntos de los que la rodeaban, vivía su vida a través de ellos, de modo que no se sabía cuáles eran sus verdaderos deseos; no tenía otro placer que no fuera la astucia. Yo, antes de ser un poco como la de Barranco, miraba a ese modelo como algo espantoso y una vez incorporado, me sentí más cómoda: la comodidad de dejar lastre y olvidar, cuando hay tanto para recordar que no se quiere volver atrás. Ahora a la mañana pienso una cosa, a la tarde, otra. Mis decisiones no duran más allá de una hora y están exentas del sentimiento de ebriedad que las solía acompañar antes; ahora decido por necesidad, cuando no tengo más remedio. Por eso otorgo escaso valor a mis pensamientos y decisiones; antes mis pensamientos me enamoraban; yo quería lo que pensaba; ahora pienso lo que quiero. Pero lo que quiero se me confunde con lo que debo y perdí la capacidad de llorar; debo distraerme mucho de lo que quiero y debo, o simplemente estoy en una especie de limbo donde se sufre un poco: algunas contrariedades (cuyo efecto puede ser previsto), pequeñas frustraciones (susceptibles de ser analizadas y compensadas). Descubrí la parte de invento que tienen las necesidades y los deberes: pero los respeto en seco, sin gran adhesión, porque organizan la vida. Si lloro, es más bien sin mi consentimiento, debo distraerme de lo que quiero y debo; sólo permito que aflore un poquito de agua. Los sentimientos hacia las personas también han cambiado; lo que antes era odio, a veces por motivos ideológicos muy elaborados, ahora es sólo dolor de barriga, un aburrimiento se traduce en dolor de cabeza. Perdí la inmediatez que facilita el trato con los chicos y aunque sé que se recupera con tres carreritas y dos morisquetas, no tengo ganas de hacerlas, porque envidio todo lo que hacen ellos: correr, nadar, jugar, desear mucho y pedir hasta el infinito. Últimamente me he pasado gran parte del tiempo criticando la educación de los chicos porteños con quien fuese, y sobre todo con los taximetreros. En general nos ponemos de acuerdo; sí, los chicos porteños son muy mal educados. Pero es un acuerdo tan triste, que a partir de ese tema no cunde ninguna conversación.

Pienso ahora que el motivo de la quema de brujas no fue ni andar por el aire con la escoba, ni las asambleas que hacían; era más bien el que picaran huesos, picaran sesos hasta dejarlos bien molidos. También dejaban orejas de cerdo en remojo y usaban el caldo para dar brillo a los pisos; de paso, podía ser que alguien patinara y se cayera, esto como un beneficio muy ulterior; ellas no le atribuían demasiada importancia. Las brujas mataban así tres pájaros de un tiro y ése era su poder. Rumiando reconstituían los pensamientos, los cocinaban y también cocinaban el tiempo para obtener el mismo producto bajo diferentes formas. Por ejemplo, el gato; la bruja no tiene antepasados, ni marido, ni hijos; el gato representa todo eso para ella, con el gato anula la muerte. La bruja trabaja como los jíbaros, para reconstituir un orden de lo semivivo; por eso remoja, hierve y mezcla perfumes con sustancias asquerosas: es para rescatar del olvido a las sustancias asquerosas; se las recuerda a los que quieren olvidarlas en nombre del encanto, de la estética y de la vida viva. No, no es por franquear las distancias por lo que fueron castigadas; fue por la trama secreta de la experimentación que podía alterar la inmediatez de los sentimientos, de las decisiones, de los seres, que la vida sostiene con las reglas que le son propias. Y no retrocede ante la cruz, como se dice, porque es un objeto inanimado; retrocede ante el cordero pascual.

Ahora, que soy un poco bruja, me observo una veta grosera. Como directamente de la cacerola, muy rápido, o hago lo contrario, voy a un restaurante donde todos mastican reglamentariamente seis veces cada bocado, para la salud y me produce placer masticar —así como si fuéramos caballos, me enamoro de las chancletas viejas, tiro demasiada agua a las plantas después de lavar el balcón para que caiga barro y ensucie lo lavado (anulo el tiempo, ya que vuelvo a limpiar), cocino mucho, porque encuentro placer en que lo crudo se vuelva cocido y desestimo totalmente los argumentos ecologistas; si el planeta se destruye dentro de doscientos años, me gustaría resucitar para ver el espectáculo. Cambio impresiones con algunas brujas amigas y nuestra conversación se reduce a fugaces comunicados, historias de obstinaciones diversas, controles mutuos de brujerías, para perfeccionarlas, por ejemplo, aprender a matar tres pájaros de un tiro, no necesariamente para hacer maldades, pero igual para ganarle al tiempo, para no gastar pólvora en chimango, para no dar por el pito más de lo que el pito vale, cuando en realidad un pito es algo muy difícil de evaluar.

Pero no siempre fue así, no fue así. Antes de que yo pensara en tirar lastre y en matar dos pájaros de un tiro, sufrí en dos años como nunca había sufrido en mi vida, una mañana lloré con igual intensidad por dos motivos distintos.

Entendí qué pasa con los que se mueren y con los que se van; vuelven en sueños y dicen: "Estoy, pero no estoy; estoy, pero me voy" y yo les digo: "Quedate otro ratito" y no dan ninguna explicación. Si se quedan lo hacen como ajenos, en otra cosa, y me miran como visitas lejanas. En esa región del olvido adonde han ido tienen otras profesiones y han adquirido otro modo de ser. Y todo lo que hemos peleado, hablado, comido y reído pasa al olvido y no quiero yo conocer personas nuevas ni ver a mis amigos; en cuanto empiezo a hablar con alguien, ya lo mando yo misma a la región del olvido, antes de que le llegue el turno de irse o de morirse.

Me despierto y percibo que estoy viva, amanece. No viene ninguna idea a mi cabeza; nada para hacer, nada para pensar. No pienso seguir fumando en la cama sin ninguna idea en la cabeza. De repente me agarran muy buenos propósitos pero sin relación a nada concreto: me lavo, me peino, caliento agua; me voy entonando y los buenos propósitos aumentan. Es un día de marzo y la luz va viniendo pareja, los pajaritos trabajan, van de acá para allá. Yo también voy a trabajar. Ya sé lo que voy a hacer: voy a guiar la hiedra, pero no con un hilo grosero, la voy a atar con un hilo vegetal. Ella está ahí, firme contra la pared: le saco las hojas muertas a la hiedra y a todo lo que veo. Podría decir que tengo un ataque de sacar hojas muertas pero no es adecuada la expresión porque es un ataque tranquilo, pero no pienso terminar hasta que no haya sacado la última hormiga y la última hoja que no sirve. Amontono todas esas macetas chicas, van a ir a otras casas, tal vez con otras plantas. Pasa un avión muy alto y de repente me agarran una felicidad y una paz tan grandes al hacer este trabajo que lo hago más despacio para que no termine. Me gustaría que viniera alguien para que me encontrara así, a la mañana. Pero todos están haciendo otros trabajos distintos, tal vez sufran o renieguen o se engripen; no importa, eso pasa y en algún momento tendrán alguna felicidad como ésta mía. Me siento tan humilde y tan gentil al mismo tiempo que agradecería a alguien, pero no sé a quién. Reviso mi jardín y tengo hambre, me merezco un durazno. Enciendo la radio y oigo que hablan de la onza troy: no sé qué es, ni me importa: arre, hermosa vida. 

Hebe Uhart ,nacida en 1936, en  Moreno, partido de Buenos Aires es una de los mejores narradores de historias de Argentina. Sus obras completas, Relatos Reunidos , fueron publicadas por Alfaguara en 2010, ganando un premio en la Feria del Libro de Buenos Aires 2011. Su última colección de ensayos de viajes, Visto y Oído , fue publicada por Adriana Hidalgo en 2012. Falleció en 2018

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